El fusilamiento de Iturbide

Dizque lo reconocieron por su manera de cabalgar. La verdad es que tampoco deseaba pasar inadvertido, no al menos mucho tiempo. Desembarcó en Soto la Marina el 15 de julio. Al parecer, lo reconoció un comerciante de Durango, a quien vio en alguna ocasión en la ciudad de México. De Durango también era aquel diputado, Santiago Baca Ortiz, que había difundido por cada pueblo la Memoria Político Instructiva de Servando Teresa de Mier. Promotores de la república en un pueblo que durante trescientos años había vivido bajo el cetro de una monarquía. No eran muchos, pero ahora estaban en el gobierno y, para colmo, los grupos poderosos de las provincias terminaron apoyando una forma republicana con tal de que se apellidara federal. ¿República, federación? Si el propio fray Servando había gritado en el Congreso que se dejaría cortar el pescuezo si alguien en las galerías podía explicarle qué casta de animal era la república federada. No podía ser que a poco más de un año de la caída del imperio todos fueran republicanos. De seguro, había muchos partidarios no sólo de la monarquía sino del libertador, dispuestos a establecer un orden de cosas más conocido. El problema es que en Soto la Marina, aquel verano de 1824, el comandante se llamaba Felipe de la Garza, un viejo amigo de republicanos y revoltosos, como el propio Mier, como el chato Ramos Arizpe. Eso no era tan grave. Los políticos un día se afilian a una causa y al día siguiente a otra. El problema más grave era que De la Garza se pronunció en dos ocasiones en contra del imperio y en ambas fracasó. Si no fue fusilado como traidor se debió a la gracia del emperador. Algún ingenuo pensaría que, precisamente por eso, debía tener gratitud ante el hombre que lo perdonó; pero la humillación no se perdona.

Agustín de Iturbide se entrevistó con Felipe de la Garza el 16 de julio. Le expuso los motivos que tuvo para regresar a México, aunque quizá no todos. Le dijo que sabía de los planes de la Santa Alianza, de la intención de Fernando VII para armar una expedición contra México. Venía dispuesto a ponerse a las órdenes de la patria. Entonces fue notificado del decreto de 23 de abril, expedido por el Congreso Constituyente, en el que se le declaraba traidor si ponía un pie en México y lo condenaba, en ese caso, a la muerte. Iturbide insistió en que su delito era defender al país que él mismo puso en el concierto de las naciones civilizadas. De la Garza titubeó. Tenía frente a sí al autor del Plan de Iguala, no a cualquier político ambicioso. El 18 de julio, decidió enviarlo a Padilla, en donde estaba sesionando la asamblea constituyente estatal, para dejar en sus manos la difícil decisión de cumplir o no el decreto del Congreso Federal. Lo envió rodeado de tropas, pero no como preso, pues ordenó a sus hombres que obedecieran a tan distinguido mexicano.

Iturbide debió haber supuesto que las cosas mejoraban. Había demostrado que su prestigio era enorme. Incluso, pidió que su mujer y los dos hijos que lo acompañaban bajaran del bergantín en el que habían llegado. Ana Huarte estaba preñada, a la espera de su décimo hijo, quien recibiría el mismo nombre que su padre, Agustín Cosme. Pertenecía a una de las familias más destacadas de Valladolid y su padre, Isidro Huarte, había sido el hombre más poderoso, por su riqueza e influencias, de la vieja intendencia de Michoacán. Agustín la desposó el 27 de febrero de 1805. Nacido en septiembre de 1783, pertenecía también a una distinguida familia de Valladolid, propietaria de algunas fincas urbanas y rurales. Desde joven se inclinó por la carrera de las armas. Ingresó como alférez en el regimiento de infantería de Valladolid, al mando del conde de Rul. Carismático, estableció relaciones que después le serían de enorme utilidad. Por supuesto, aprovechó los vínculos que su suegro tenía en la administración de la intendencia de Michoacán y el ayuntamiento de Valladolid. Si bien había participado en las maniobras militares que se hicieron en Xalapa frente al virrey José de Iturrigaray (y en las que estuvieron otros americanos como Ignacio Allende), Iturbide no mostró oposición a la violenta destitución del virrey en septiembre de 1808, aunque se le vinculaba con las reuniones clandestinas que fueron descubiertas en Valladolid a finales de 1809, favorables a Iturrigaray y al proyecto de establecer una Junta Gubernativa en el reino.

El proyecto más claro a favor de la independencia se manifestó en 1810 con la insurrección de Miguel Hidalgo. Pese a que el párroco de Dolores ofreció al joven militar Agustín de Iturbide que se uniera a la insurgencia o, al menos, no la combatiera, Iturbide no estaba dispuesto a aceptar la feroz violencia que amenazaba con destruir la riqueza de Nueva España. Como bien dijo a finales de 1821 a aquel abogado de Oaxaca, Carlos María de Bustamante, su respaldo a la emancipación no transigía con la insurrección popular: combatió a los insurgentes y lo volvería a hacer si fuera necesario. El problema en 1824 era que en el poder había muchos hombres, como el propio Bustamante, que habían participado en aquella insurrección. En el ejecutivo se hallaban los antiguos rebeldes Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo, y hasta Vicente Guerrero era suplente. Por cierto, en Tamaulipas pasaba algo parecido: el nuevo gobernador era Bernardo Gutiérrez de Lara, quien había simpatizado con Hidalgo y Morelos, y encabezó fuerzas insurgentes en Texas, compuestas en buena medida por filibusteros y aventureros.

En verdad, Iturbide debía temer de aquellos republicanos. El 18 de julio, el Congreso Constituyente de Tamaulipas ordenó a Gutiérrez de Lara que cumpliera con el decreto federal. Quienes habían sido insurgentes no podían olvidar con facilidad la fama adquirida por el joven comandante realista michoacano, tan comprometido con el orden virreinal, tan tenaz en su persecución de rebeldes. Iturbide pagaba con sus propios recursos incentivos para las tropas, construyó una eficiente red de correos y de espías que le permitieron diseñar estrategias contrainsurgentes. Durante la guerra, se acostumbró a la vida difícil de la campaña. Pasó hambres, enfermó. Obligó a sus soldados a marchar largas jornadas. Sus esfuerzos no fueron vanos. Derrotó a Ramón Rayón, muy cerca de Salvatierra. Consiguió engañar al taimado Albino García, a quien fusiló y descuartizó como escarmiento.

Junto con Ciriaco del Llano, Iturbide impidió que José María Morelos ocupara Valladolid. Poco después, capturó a Mariano Matamoros, a quien fusiló en febrero de 1814. Por supuesto, la fama de ser un decidido soldado del rey era difícil de olvidar; pero siendo comandante del Bajío llegó a ser reconocido por otras dos características que hubiera preferido evitar: ser sanguinario y corrupto.

Respecto a lo primero, Agustín de Iturbide no era extraordinario. Numerosos jefes realistas e insurgentes ordenaban fusilamientos sin contemplaciones. El propio cura Morelos lo hacía, cuando no eran capaces de frenarlo Matamoros y los Bravo. Después de todo, la insurrección iniciada en 1810 se convirtió en una guerra civil, atroz como todas, destructiva y terrible. La novedad en el caso de Iturbide, y lo que parecía más inmoral en aquella época, fue la aplicación de tácticas contrainsurgentes muy adecuadas para quitar apoyo a las guerrillas del Bajío. En vez de atacar a esos grupos de frente, Iturbide empleó un sistema de espías para emboscarlos. Actuaba de la misma manera que lo hacía la guerrilla, pero iba más lejos. Si los insurgentes ponían su atención en cortar las líneas de abastecimiento del ejército, Iturbide haría algo parecido: destruir lo que hoy llamaríamos las “bases sociales de la guerrilla”. Destruyó pueblos y villas, acusándolas de proporcionar víveres a los rebeldes. Hizo prisioneras a numerosas mujeres que no tenían más delito que apoyar a sus maridos e hijos que se habían ido a campaña a pelear por la libertad.

Respecto a los cargos de corrupción, Iturbide, como otros jefes militares realistas e insurgentes, encontró que podía “dar protección” a terratenientes, comerciantes y mineros, a cambio de dinero “para la causa”. En el caso de Iturbide, parece que en efecto disponía de manera ilegal de caudales que no le pertenecían y, como otros, vigilaba las conductas de plata a cambio de pago, casi siempre para ocupar ese dinero en sus tropas. Recuérdese que había dispuesto su no escasa fortuna personal para el mismo destino, aunque eso no lo eximiera de un comportamiento criminal. Cuando en 1816 fue acusado de esos y otros cargos, ni siquiera los poderosos amigos que tenía en la Audiencia impidieron que se le quitara el mando de tropas. Si Iturbide se había ganado enemigos y hecho de mala fama entre los que entonces eran defensores del rey, qué podía esperar de quienes habían sido insurgentes.

En efecto, el 19 de julio de 1824, muy de mañana, Gutiérrez de Lara actuó como era de esperarse: rechazó cualquier argumento de Iturbide, lo hizo preso y lo presentó ante el Congreso tamaulipeco. Los constituyentes ordenaron la comparecencia de Felipe de la Garza, para pedir explicaciones acerca de por qué no había ejecutado el decreto federal y para ordenarle que lo cumpliera sin tardanza. Iturbide expuso de nuevo sus argumentos, acerca del peligro que representaban las monarquías de la Santa Alianza y de las intenciones españolas de organizar una expedición de reconquista; pero no convenció a nadie. Recurrió también a su prestigio. Era su última carta. Recordó sus trabajos por la independencia, algo que nadie podía escatimar, y en especial sus exitosos esfuerzos para unir voluntades, para conciliar extremos.

En 1820, cuando vivía en la ciudad de México y se codeaba con los principales políticos, pensadores y gente de influencia de la capital virreinal, Iturbide conoció las noticias del restablecimiento de la Constitución de 1812 en todos los dominios que le quedaban a la monarquía española. La primera vez que se aplicó ese documento constitucional, había ocasionado muchos dolores de cabeza a los defensores del orden colonial, pues la libertad de prensa y los procesos electorales dieron protagonismo a muchos partidarios de los insurgentes. En 1814, Fernando VII declaró abolida la Constitución, pero la bancarrota de la monarquía y las conjuras liberales consiguieron que fuera restablecida. Las condiciones de Nueva España parecían diferentes a las que había tenido el virreinato la primera vez que se aplicó. Los insurgentes estaban reducidos a unos cuantos grupos guerrilleros que controlaban el sur de la intendencia de México o permanecían atrincherados en fortificaciones en las islas de lagos y ríos o en la cúspide de montañas de difícil acceso. El reino no estaba en paz, como anunciaba el virrey Juan Ruiz de Apodaca, pero el orden establecido no corría peligro por los rebeldes. Las divisiones estaban en otros lados.

Durante sus años en la ciudad de México, Iturbide había convivido con partidarios del orden constitucional, como los que se reunían en casa de Ignacia Rodríguez de Velasco, la Güera, pero también con destacados serviles, como ellos mismos aceptaron llamarse, como los que se reunían en los ejercicios espirituales del Oratorio de San Felipe Neri. Sabía que muchas personas repudiarían la Constitución, por considerarla contraria a la religión, mientras que otras la apoyarían. Habría quienes creyeran que el régimen constitucional debía ser más radical, hasta eliminar la figura del monarca. Muchos estaban descontentos porque la igualdad prometida por los españoles a los americanos no se cumplía. Sabía que esas tensiones podían ocasionar en cualquier momento una insurrección tan desastrosa como la que él combatió. Las noticias que su protegido José López le enviaba de España respecto a la existencia de numerosas facciones (comuneros, exaltados, absolutistas, doceañistas) que se enfrentaban y conspiraban le hicieron temer que el nuevo orden constitucional no duraría y que ocasionaría más conflictos. Por supuesto, Iturbide no estaba solo. Numerosos militares, propietarios, liberales y serviles estaban pensando lo mismo: más valía desatar los lazos que unían al virreinato con la metrópoli, como había propuesto el abad Dominique de Pradt. Iturbide había platicado ya sobre estos temas con muchos amigos, entre quienes había destacados defensores de los intereses americanos, como su compadre Juan Gómez de Navarrete, y militares con quien tenía una enorme confianza, como Manuel Gómez Pedraza.

Cuando el viejo coronel Gabriel de Armijo solicitó retirarse del sur, en donde combatía a Vicente Guerrero, apareció la oportunidad para Iturbide. Designado comandante en la región, de inmediato se puso en contacto con su enemigo. Los diputados que salían rumbo a España fueron informados por Gómez de Navarrete y Gómez Pedraza de las intenciones de Iturbide para proclamar un Plan de Independencia. No pudieron esperarlo, pero en Madrid trabajaron para establecer una monarquía en México, encabezada por un miembro de la casa reinante española y bajo un orden constitucional. En Iguala, Iturbide se pronunció por lo mismo, con el apoyo de Guerrero, en febrero de 1821. Si bien en un principio tuvo más reveses que triunfos, poco a poco fue ganando voluntades. Negoció, ofreció, dijo que sí a casi todos. La bandera de religión, independencia y unión fue enarbolada en todas las plazas. Los más fervorosos serviles quedaron satisfechos con la separación de una metrópoli que estaba tomando medidas en contra de los privilegios de las corporaciones eclesiásticas; los liberales aceptaron la propuesta de mantener la vigencia de la Constitución de 1812 en lo que una asamblea representativa redactara una propia; los defensores del rey no vieron problema alguno en pedir que la corona del imperio mexicano quedara en manos de Fernando VII o alguien de su familia; algunos insurgentes aceptaron la independencia bajo estas condiciones.

¿Qué otros méritos podían exigir a Iturbide los señores diputados del Congreso de Tamaulipas? La independencia se consiguió apenas siete meses después del pronunciamiento de Iguala. Juan O’Donojú, último capitán general de Nueva España, firmó con Itrubide el Tratado de Córdoba en agosto. Iturbide cumplió su promesa: reunió una Junta Gubernativa que declaró solemnemente el nacimiento de México y convocó elecciones para un Congreso Constituyente. Los republicanos podían acusarlo de ambicioso, por haberse coronado, pero debía decirse a su favor que cuando España rechazó el Tratado de Córdoba, había un enorme respaldo para que quien ocupara el trono fuera el autor de la independencia.

Es muy difícil hacer un balance del primer gobierno que tuvo México como estado independiente. Iturbide encabezó un imperio, primero como regente y luego como emperador, en el que no había recursos para pagar tropas ni sueldos de los empleados públicos. Muchos productores lo apoyaron por la promesa de reducir o eliminar impuestos y cargas tributarias que después le hicieron falta como gobernante. La delincuencia azotaba a la población y no había un sistema de administración de justicia que le permitiera actuar; de ahí que solicitara al Congreso el establecimiento de tribunales militares, medida que fue rechazada por los constituyentes. Se debe señalar que los republicanos en la época del imperio eran muy pocos y que el respaldo a la monarquía constitucional como forma de gobierno era casi unánime, pero Iturbide tuvo problemas con los partidarios de la república desde un principio. En noviembre de 1821 descubrió una primera conspiración, en la que participaban Josefa Ortiz de Domínguez y Guadalupe Victoria. Poco después, Servando Teresa de Mier, Vicente Rocafuerte y el enviado colombiano, aunque veracruzano, Miguel Santa María, promovieron la caída del imperio. En agosto de 1822, Iturbide envió a la cárcel a los diputados conspiradores y pidió la salida de Santa María. La medida fue respaldada por numerosas representaciones de villas, pueblos y ciudades. Sólo unos cuantos se opusieron, como el propio Felipe de la Garza.

Pese a todos estos problemas, Iturbide trabajó por el engrandecimiento de su patria. Desde un comienzo puso sus miras en la incorporación al imperio de territorios que no formaban parte del núcleo central de Nueva España. Por ello, promovió que las Provincias Internas se adhirieran al Plan de Iguala (el propio Humboldt calculaba que el virreinato llegaba por el norte al paralelo 31), lo mismo que Centroamérica. Incluso, llegó a considerar la pertinencia de que el imperio incluyera al Caribe español, para integrar así a toda la América Septentrional. Estas ambiciones seguramente fueron vistas por Simón Bolívar, por lo que trabajó con Santa María en la caída del emperador. Por el contrario, y pese a la opinión de numerosos autores, Joel Poinsett, quien visitó México en 1822, no participó en las conjuras contra Iturbide.Padilla, Tamaulipas

Por supuesto, el emperador también actuó de manera autoritaria. Arbitrariamente, disolvió el Congreso en octubre de 1822 y reunió una Junta más pequeña. En diciembre, otro joven ambicioso, vinculado con conspiradores republicanos, Antonio López de Santa Anna, se pronunció en contra de la monarquía. No consiguió su objetivo, pero al menos fue el responsable de que el emperador enviara tropas a Veracruz y gastara los pocos recursos que le quedaban. Cuando Antonio de Echávarri se percató de que no podría derrotar a los rebeldes y de que podía ser destituido en cualquier momento, se pronunció por una salida que parecía aceptable para todos, mantener el imperio y convocar un nuevo congreso. No hay evidencia de que fuera la masonería del rito escocés la que promovió el Plan de Casa Mata para derrocar a Iturbide; pero el resultado fue ése. Un artículo del Plan otorgaba a la diputación de Veracruz facultades de gobierno en tanto se restablecía el orden. Las demás provincias apoyaron el Plan para tener esas mismas facultades. Era el principio del federalismo. Iturbide, que tan bien apreció las condiciones del país, no pudo ver las demandas de las regiones. El 19 de marzo de 1823, abdicó y aceptó salir del país. Estuvo en Italia, en donde escribió sus Memorias, y luego en Gran Bretaña. En Europa se percató de las intenciones españolas para recuperar su más preciada colonia y el respaldo que varias monarquías le daban. Entonces regresó a México ¿cuál era su delito?

Los constituyentes de Tamaulipas no cedieron. A las tres de la tarde, comunicaron a Iturbide que sería ejecutado. Iturbide pidió un día más, que le fue negado. Confesó y escribió unas notas. Parecía inconcebible que el autor de la independencia muriera fusilado sin sumaria, sin atender argumentos. Por supuesto, Iturbide no quiso recordar aquella tarde la correspondencia que en los meses recientes había mantenido con Antonio de Narváez, administrador de su Hacienda de la Compañía. Narváez y Manuel Reyes Veramendi encabezaban un grupo de conspiradores que promovía el regreso de Iturbide, descubierto por el gobierno en abril. La lista de implicados incluía a numerosos militares. Incluso, se asoció al rebelde Vicente Gómez, el capador de gachupines, con el regreso de Iturbide. Luis Quintanar y Anastasio Bustamante, defensores de la soberanía de Jalisco, también se hallaban implicados. No es que pretendieran coronar al depuesto emperador, pero sí favorecían que regresara a “ocupar el lugar que la patria quisiera otorgarle”. El problema es que la patria o, mejor dicho, quienes la representaban en el Congreso, decidieron que su lugar era frente al pelotón de fusilamiento. Cuando los constituyentes fueron enterados por los secretarios de Relaciones y de Guerra, Lucas Alamán y Manuel de Mier y Terán, de la existencia de numerosas conspiraciones en contra del gobierno y a favor de Iturbide, decretaron que si regresaba al país estaría fuera de la ley y sería ejecutado.

El decreto se cumplió el 19 de julio de 1824. Muchos pensaron que la república se había salvado. Para otros, para muchas generaciones más, se trató de un parricidio. “En el acto mismo de mi muerte – fueron sus postreras palabras – os recomiendo el amor a la patria”, una patria impensable sin Agustín de Iturbide.

Publicado originalmente en Relatos e Historias en México, número 19.

13 thoughts on “El fusilamiento de Iturbide

  1. EXCELENTE ARTÍCULO, LOS FELICITO….

  2. La lectura de tu artículo me deja una grata experiencia, misma que compartiré con mis alumnos de Historia de México.

    Recibe un saludo cordial, yo continuaré tratando de entusiasmar a estos jóvenes con la historia

    1. Que absurdo y que malas fuentes tienes. Poinsett si intervino para derrocar a Iturbide haciendo negociaciones si con el muy amador de la patria Santa Anna, y por si no sabias Poinsett fue expulsado de Chile por conspirar. Asi que mi amigo que malas fuentes tienes. Un saludo pero es bonito saber que todavia hay ciegos.

      1. Me encantaría que me dijeras cuáles fuentes consultar para verificar la participación de Joel Poinsett en la caída de Iturbide. Si me las envías, con todo gusto corregiré no sólo este breve artículo sino mi libro dedicado a los políticos republicanos en la época del imperio. ¡Saludos!

  3. Gracias por tu artículo. Has logrado darme luz en un tema que, en lo particular, me duele y no alcanzaba a comprender del todo. Te hago un par de preguntas: podría considerarse a México como una nación parricida? Crees que el haber fusilado a Iturbide haya determinado o influido en gran parte de la anarquía política que vivió el país durante 50 años?

    1. Carlos: gracias por tu comentario. Respondo brevemente. El fusilamiento de Iturbide no influyó en la política de la primera mitad del siglo XIX, sino que formó parte de ella, aunque de manera atípica. A diferencia de lo que pasó en Sudamérica, en México los fusilamientos políticos (antes de la guerra de Reforma) eran excepcionales. Lo otro: no considero a México una nación parricida. Hubo algunas personas concretas, con nombre y apellido (e intereses políticos), que son responsables de esos procesos.

  4. Buenas tardes, soy estudiante de RRII y me gustaría hacerle dos preguntas. Debo hacer un ensayo sobre el libro de Rosa Beltrán, La Corte de los Ilusos. Encontré un capítulo donde la autora hace referencia a Iturbide escribiendo sus memorias con el tentativo título de Manifiesto a la Nación Mexicana, me gustaría saber si finalizo ese proyecto o es sólo parte de la novela, así mismo quisiera saber si es cierto que momentos antes de ser fusilado deliraba sobre una invasión inexistente. Muchas gracias por sus artículos y su tiempo.

    1. Ambas cosas son ciertas. Iturbide escribió, efectivamente, unas memorias. Serían publicadas en inglés primero y luego en otros idiomas, incluido español. En la página web de publicaciones digitales de la UNAM, se puede descargar. También se les conoce como Memorias de Liorna o de Livorno, pues las terminó de escribir en esa ciudad italiana, cuando estaba exiliado.
      Respecto a si estaba obsesionado con una posible reconquista europea, sí, es verdad. Iturbide tenía motivos para creer que las potencias conservadoras de la Santa Alianza querían ayudar a España a reconquistar el territorio que había sido la joya de la corona de sus colonias. Lo que pasó es que ese apoyo no se concretó y finalmente España intentaría sola hacer la reconquista, en 1829.

  5. Me gusta la historia de nuestros héroes

  6. Alfredo Hernández 21 de enero de 2015 — 9:55 PM

    Alfredo Ávila, gracias por tu trabajo. Ante el relato de los hechos, podemos encontrar analogías con la actualidad, aunque tal parece que no aprendemos, aunque la verdad es que no sabemos lo que pasó realmente en el pasado, o que lo que sabemos de la historia es lo que nos enseñaron en la primaria, que ahora, 40 años después, sabemos muy poco de lo que nos dijeron era la verdad.
    Una pregunta, soy de Tamaulipas y soy fanático de la historia, principalmente de mi país y si es de mi región ni se diga, por lo que te pregunto, esa foto que aparece en la reseña, corresponde al sitio donde fusilaron a Iturbide? Se ve muy buena foto, como reciente, pero la Padilla donde fusilaron a Iturbide está ahora bajo el agua.

    1. La foto la tomé hace unos diez años. En efecto, al comenzar la década de los setenta, la presa Vicente Guerrero dejó a Padilla bajo el agua. Fue entonces cuando se fundó Nuevo Padilla. Sin embargo, en temporada de secas el nivel de la presa baja, lo que -junto con el suelo arcilloso- deja en la superficie tanto a la vieja iglesia como a la escuela rural fundada por Marte R. Gómez. Estuve allí en tres o cuatro ocasiones y nunca me tocó ver esos edificios cubiertos.

  7. Gracias, entonces ese es el lugar o al menos es algo aproximado. La historia vista asi, con hechos reales se siente diferente, quizá otra fuera la historia de este país si la historia que nos enseñan en la escuela fuera más apegada a los verdaderos hechos, pero bueno, en fin, somos el país de la simulación, por lo que sólo el interés de los ciudadanos y el trabajo de personas como tu puede lograr que nos ilustremos un poco, digo, la verdad es que a través de la historia, pero la historia real, como fue, puede uno entender el porqué México es como es y porque los mexicanos somos como somos. Un fuerte abrazo desde el Norte y disculpa que te tutee si ni siquiera te conozco y hasta hoy conozco algo de tu trabajo, pero debo decirte que lo respeto, lo mismo que te respeto y te agradezco tu labor.

  8. Por una parte, lo felicito por el artículo, la memoria de Iturbide debe ser preservada en el más alto altar de la nación. Poco son sus humanos defectos si los contrastamos con sus aportaciones (es decir, la creación) que hizo a su nación, y sobre todo en comparación de los errores e imperfecciones de otros, a quienes sin embargo alzamos como héroes impolutos.
    Sin embargo, se me da el dudar sobre su parcialidad hacia las logias masónicas. Dijo usted, astutamente, que el rito escocés no tuvo influencia en el movimiento contra Iturbide. Muy cierto, pero si lo tuvo el rito yorquino.

    A pesar de lo que la publicación en la cuál salió impreso este artículo quiere que se crea, Joel R. Poinsett fue una muy pérfida figura para México. Quiso establecer diálogo con la administración de Iturbide, para «aliviarnos» de la carga que nos representaban los territorios del norte. Fue rechazado, y después despotricaría contra Iturbide en sus escritos.
    Fue él quien facilitó la legitimación de las logias masónicas en México, como Relatos e Historias de México acaba de publicar en su más reciente número. Él, Santa María, Guerrero, Bravo, Victoria, Echávarri y demás, todos masones, de un rito u otro. Es ingenuo pensar que un imperio conservador, por muy liberal (con eso de constitucional) que fuera, iba a permanecer sin oposición por parte del rito yorquino, que introdujo todos los ideales liberales, el casi-anticatolicismo, el modelo de una república, el federalismo, etc. No convenía al vecino del norte que un país grande, de una naturaleza tan opuesta a la suya, existiera. No es distinto a las maquinaciones que realizaron los estadounidenses con varios países de Sudamérica en el siglo XX para instaurar un régimen más favorable a ellos.

    Podrá negarlo, pero la tímida mención de los hechos cada vez que Poinsett se ve involucrado en algún artículo de Relatos e Historias de México, la simplificación del rol de la masonería, los problemas que atrajo para la soberanía nacional y demás cosas que se pasan de alto, particularmente en el más reciente artículo del tema en dicha publicación, además del orgulloso símbolo masón en la foto de portada de la página de Facebook de la revista, hacen a uno sospechar sobre la parcialidad de la publicación, de la cuál me he desembarazado.

    Sin embargo, y finalmente, no quiero terminar en nota negativa, de nuevo lo felicito por una imparcialidad casi completa y por su excelente artículo. Enhorabuena.

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