Hace meses impartí una conferencia sobre Vicente Guerrero en la Academia Mexicana de Historia. Como homenaje al ilustre patricio, la transcribo aquí.
El 1 de abril de 1829, el salón de los diputados lucía nueva sillería de bálsamo, una bella alfombra y la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. El esplendor era aparente. El Palacio Nacional se hallaba en ruinas y había dudas acerca de la seguridad que podía brindar a la concurrida asistencia que se esperaba por la tarde. La ciudad permanecía agitada, como había estado prácticamente desde finales de 1828, cuando el amotinamiento en la Ciudadela había ocasionado enfrentamientos y concluido con el saqueo de las tiendas del Parián al grito de “¡Vivan Guerrero y Lobato / y viva lo que arrebato!”. Sin embargo, la agitación tenía un tono diferente, festivo. La gente proveniente de los barrios se adueñaba de las calles bien trazadas de la ciudad de México. La muchedumbre intentaba entrar en los salones parlamentarios, ocasionando la desazón de los diputados y de los “hombres de bien” que, por su investidura y posición, debían estar presentes en la ceremonia de esa tarde. Las tropas presentes en la Plaza de la Constitución apenas podían contener a los espectadores. Se hallaban deseosos de ver cómo “uno de ellos” –según la despectiva opinión del viejo insurgente Carlos María de Bustamante– se encumbraba a la más alta posición del gobierno de la república. Un pequeño contingente provenía del Sur del Estado de México, aquella tierra de accidentada geografía, de donde era originario el general Vicente Guerrero, protagonista de la jornada.
Nació en agosto de 1792 en Tixtla, cuando las autoridades españolas aún podían condenar los excesos cometidos por los revolucionarios franceses. Unos cuantos años después, la monarquía española se veía obligada a firmar una alianza con el gobierno republicano francés. Daba inicio un proceso de erosión de la legitimidad de la corona, acompañado de cada vez mayores exigencias fiscales. Los habitantes del Sur de Nueva España resentirían las presiones impositivas. En la heterogénea sociedad de la región abundaban los descendientes de africanos (como el mismo Guerrero), castas que carecían de privilegios. Excluidos de los oficios que requerían “limpieza de sangre”, pagaban diezmos y otros impuestos de los que los indígenas se hallaban exentos, aunque como ellos estaban obligados al tributo. Tampoco podían organizar gobiernos locales como sucedía con las repúblicas de indios ni tenían tribunales especiales. La baja densidad demográfica y casi nula presencia de las instituciones virreinales en la región representaba ventajas para quienes querían prosperar. Algunos terratenientes así como transportistas de mercancías, los célebres arrieros, escapaban de la pobreza gracias a sus esfuerzos en medio de un orden jurídico y político que nos los protegía.
El joven arriero Vicente Guerrero formaba parte de ese grupo que debía su posición al trabajo propio y no a las generosas gracias que la corona otorgaba a mineros, comerciantes y otros sectores de Nueva España. De tal forma había conseguido unos cuantos, pero importantes, privilegios, como el de portar armas e incluso integrar las milicias locales, en las que también se encontraban terratenientes como Leonardo Bravo y Hermenegildo Galeana. El tráfico de mercancías entre Acapulco, Cuernavaca, México y Puebla dio a Guerrero una vida llena de dificultades, aventuras, conocimientos y experiencias que completaron la escasa educación que había recibido en su infancia. Por eso, cuando llegó a la presidencia, sus enemigos lo tacharon de ignorante y sandio, mero instrumento de políticos inteligentes, perversos y manipuladores. Lo más grave es que sus propios compañeros de partido, amigos y aliados tenían una opinión semejante. Zavala aseguraba que “Guerrero es un mexicano que nada debe al arte y todo a la naturaleza”. En todo caso, eran las opiniones de políticos criollos. Vicente Guerrero nunca fue un hombre culto, pero sí muy inteligente, como debía serlo quien quisiera destacar en aquella sociedad, en especial si se provenía de orígenes que no le eran favorables.
Al tomar posesión de la presidencia de la república mexicana en 1829, Vicente Guerrero pronunció un breve discurso en el que recordó sus “servicios a la causa santa de la independencia y libertad.” En efecto, pocos podían presumir una trayectoria tan constante como la del nuevo presidente al servicio de la construcción de la nación: ni el presidente que salía, Guadalupe Victoria (quien había dejado las armas para ocultarse de las tropas virreinales), ni su antiguo compañero Nicolás Bravo (que aceptó el indulto), mucho menos el presidente que había sido electo por las legislaturas estatales, Manuel Gómez Pedraza, quien dejó en 1821 las banderas del rey de España por la de las Tres Garantías. Don Vicente, en cambio, fue un decidido promotor de la independencia desde que tuvo noticias de que en la Tierra Caliente un cura michoacano se disponía a conquistar Acapulco. Si bien es verdad que en un inicio las milicias de la región, encabezadas por Galeana, se disponían a combatir a los rebeldes, muy pronto fueron convencidos de las razones que impulsaron a José María Morelos a seguir el partido de Miguel Hidalgo. A finales de 1810, una proclama del caudillo insurgente había llamado la atención sobre la posibilidad de que los franceses, a los que se había entregado la corona española, invadieran los territorios americanos. Para evitarlo, proponía una serie de medidas de índole militar, pero también algunas otras que, sin duda, resultaban atractivas para los surianos. Para empezar, proscribía los tributos y otra clase de gabelas, y prohibía que saliera más plata y riquezas del reino, mientras no fuera por legítimo comercio, con lo que “dentro de poco, todos seremos ricos”.
Un elemento que con seguridad convenció a Guerrero de unirse a la insurgencia fue la promesa de que quedarían suprimidas las diferencias legales por origen racial. Bajo el orden español las posibilidades de que un joven ambicioso como él pudiera destacar eran escasas, debido a que no era español ni indígena sino una casta que tenía ancestros africanos. Si bien algunos pensadores ilustrados como el obispo de Michoacán Antonio de San Miguel habían propuesto que se suprimiera la “odiosa” distinción racial y que de esa manera se dieran los mismos derechos y obligaciones a todos los súbditos del rey, las autoridades españolas no fueron capaces de llevar a cabo esa medida. Ni las liberales Cortes Constituyentes, reunidas en Cádiz en 1810, se atrevieron a dar ese paso. Para los autores de la Constitución de 1812 todos los descendientes de españoles y aun de indígenas serían ciudadanos, pero esa calidad se negó a quienes “traían su origen del África”.
El conocimiento de los caminos y de las ocultas veredas en plena serranía dio a Guerrero un arma que los principales caudillos de la insurgencia no desaprovecharon. Se unió a las tropas de Morelos en el ataque a Tixtla del 26 de mayo de 1811. Durante ese año se mantuvo bajo las órdenes de Galeana y muy pronto se distinguió no sólo por su efectividad en el combate sino por su radicalismo político. Al comenzar 1812, combatió bajo el mandato de Mariano Matamoros en Izúcar, en donde tuvo un destacado papel en la derrota de Ciriaco del Llano. Estuvo presente en la ocupación de Oaxaca y en las campañas que desde esa ciudad emprendió Matamoros. Su destacada actuación le valió ser nombrado comandante de Ometepec el 14 de marzo de 1813, aunque con el encargo de proteger la región desde Tixtla y Chilpancingo. Fue entonces cuando contrajo matrimonio con María Guadalupe Hernández, con quien procreó a Dolores. Este episodio de la vida de Guerrero ha llamado poco la atención de los historiadores, pero merece la pena destacarse, pues da cuenta de que el movimiento insurgente no sólo se dedicó a enfrentar a los ejércitos virreinales sino que tuvo capacidad para organizar departamentos al frente de los cuales quedaron destacados militares, como Guerrero.
Esta organización, que incluía las funciones de gobierno, la administración de la hacienda nacional e incluso la espiritual, amén de la propiamente militar, coincidió en el Sur con la convocatoria y reunión del Congreso de Anáhuac en Chilpancingo. Por desgracia, el momento de mayor creatividad política de los insurgentes coincidió con la reorganización de las fuerzas virreinales, apoyadas por tropas expedicionarias recién llegadas de la metrópoli y que pronto estarían desembarazadas de las leyes liberales y de la Constitución de Cádiz, derogadas por Fernando VII en 1814. El 23 de diciembre de 1813 Ciriaco del Llano y Agustín de Iturbide derrotaron a Morelos frente a Valladolid. Un día después, hicieron lo mismo con los hombres encabezados por Vicente Guerrero y José María Sánchez de la Vega.
Las derrotas sufridas por Morelos, que condujeron a su captura y fusilamiento, comprometieron a Guerrero con la resistencia y con el sostenimiento de las instituciones que se habían dado los insurgentes. A diferencia de otros dirigentes, como Manuel de Mier y Terán o el mismo José María Cos, Vicente Guerrero procuró dar continuidad a los órganos de gobierno que permanecieron después de la disolución del Congreso de Anáhuac. Si bien la representatividad de los vocales de la Junta Subalterna o de las que le siguieron era muy cuestionable, resulta de interés que el “rústico” guerrillero suriano comprendiera la importancia de tener un respaldo que diera legalidad y legitimidad a sus actividades. Así, protegió a los integrantes de la Junta de Jaujilla y en octubre de 1818 consiguió reunir a los vocales de las diversas juntas, que se encontraban dispersos, para constituir un nuevo órgano: el Supremo Gobierno Republicano, también conocido como Junta del Balsas, por ser el lugar en donde se reunió.
Guerrero tenía bajo su mando a más de un millar de hombres; otros jefes insurgentes también estaban a sus órdenes, como Pedro Ascencio o el estadounidense John Davis Bradburn, quien llegó en 1817 con Xavier Mina y después se convirtió en un tenaz guerrillero. Sin minimizar la faceta militar de las campañas de Guerrero durante los poco conocidos años de 1815-1820, debe decirse que la guerrilla que encabezó estaba destinada a no triunfar nunca. Si bien tuvo algunas destacadas victorias frente a las tropas virreinales que lo acosaban, estaba claro que actuaba más a la defensiva que bajo un plan de ataque bien estructurado. Pese a haber sido derrotado en Agua Zarca el 5 de noviembre de 1819, rechazó ante su propio padre el indulto ofrecido por el virrey conde del Venadito. Las únicas salidas para la carrera de Guerrero eran la muerte o conseguir la independencia de la América Mexicana, aunque sabía que no podría llevar a cabo esta tarea solo, de modo que estuvo dispuesto a ponerse a las órdenes de cualquier americano que tuviera más posibilidades de éxito. El historiador Ernesto Lemoine se percató de lo anterior al verificar que hubo correspondencia entre el guerrillero suriano y los jefes del ejército virreinal encargados de combatirlo. Por supuesto, las insinuaciones hechas por Guerrero no fueron respondidas favorablemente, hasta que Gabriel de Armijo fue sustituido por otro comandante, el michoacano Agustín de Iturbide, quien venía elaborando un plan para conseguir la independencia. Antes de seguir adelante, debo aclarar que lo anterior no quiere decir de forma alguna que Guerrero fuera el principal protagonista o autor del proceso que, en pocos meses, condujo a la independencia mexicana. No hay duda de que fue Iturbide el principal responsable del Plan de Independencia, aunque lo había consultado con varios amigos y personajes notables del virreinato. Sólo quiero señalar que Guerrero se encontraba en disposición de encontrar salidas negociadas al conflicto que durante más de una década consumía a la sociedad de Nueva España.
A finales de 1820, empezó la correspondencia entre los dos caudillos. Iturbide ofreció en principio el indulto que, como era de esperarse, fue rechazado. Al comenzar 1821, Guerrero ocupó Sapotepec, ocasionando bajas importantes en la compañía de granaderos que resistía en la población. Esto era una prueba dada a Iturbide de que no estaba dispuesto a entregar las armas si no era con la condición de hacer independiente al país. El 10 de enero, el comandante virreinal volvió a enviarle una misiva. Recordaba que una rebelión militar en España había restablecido el liberalismo y la Constitución de Cádiz, de modo que se hicieron elecciones para enviar diputados, los que sin duda exigirían igualdad y autogobierno para los americanos. Guerrero recordó entonces que la Constitución de Cádiz podía ser muy liberal pero otorgaba más diputados a España que a Hispanoamérica, pese a que ésta contaba con mayor población que la metrópoli. El liberalismo español negaba la igualdad a los americanos y, en especial, a quienes –como el propio Guerrero– eran afrodescendientes.
Al comenzar febrero, Agustín de Iturbide envió una nueva invitación a Vicente Guerrero para que se le uniera en un plan que pretendía mantener al rey, pero separaba a la América Septentrional de España, establecería un gobierno representativo propio, prometía una Constitución, y declaraba la igualdad para que “todos los hijos del país, sin distinción alguna, entren en el goce de [los derechos de] ciudadanos”. Al parecer, esto convenció al guerrillero. El 18 de febrero Iturbide escribió al virrey desde la hacienda de Mazatlán que Guerrero se había puesto a sus órdenes con mil doscientos hombres armados y con la única condición de que no se tuvieran por indultados. Seis días después, en Iguala, proclamó el Plan de Independencia. No he encontrado documento alguno que sostenga la veracidad del Abrazo de Acatempan. En marzo, los dos caudillos se encontraron en Teloloapan. Tal vez hubo abrazo, pero no fue –como quiere la tradición– la unión de dos ejércitos, el virreinal y el insurgente, que se fundieron en el de las Tres Garantías para hacer la independencia, pues Vicente Guerrero aceptó que para conseguir su objetivo debía subordinarse al jefe del Ejército Trigarante.
La insurgencia que comenzó en 1810 ha llamado más la atención de los historiadores que los sucesos de 1821, de modo que sabemos poco de cómo México se convirtió en un país independiente. Las discusiones casi siempre se han centrado en el protagonismo de Iturbide, a quien algunos autores consideran el gran héroe mexicano, atribuyéndole grandes dotes de estadista y una visión preclara. Por el contrario, otros lo han descrito como un individuo menor, ambicioso y corrupto, que estuvo en el momento adecuado para aprovecharlo. Los partidarios de esta versión fueron los responsables de negar la importancia de Iturbide, de quitar su nombre del salón de sesiones del Congreso y, para llenar el vacío ocasionado por su destierro de la historia patria, de engrandecer el papel de Guerrero en los acuerdos y campañas de 1821. Tengo para mí que ambas posiciones sobre el tema pecan de tendenciosas. Iturbide no fue el genio ni el nuevo Moisés que los poetas y predicadores describieron cuando México se convirtió, finalmente, en una nación soberana, aunque no puede negarse que tuvo la capacidad de unificar los intereses de diversos grupos para conseguir un objetivo común, la independencia, algo que los insurgentes nunca consiguieron. Por otro lado, el mismo Guerrero nunca se atribuyó un papel protagónico en este proceso y –a decir verdad– tampoco lo había buscado antes. Pese a ser un individuo carismático, prefirió dejar a otros el mando supremo: Galeana, Matamoros, Morelos. Incluso en el difícil periodo de resistencia intentó construir una autoridad, un gobierno al que al menos estuviera subordinado nominalmente. En 1821 no actuó de manera diferente. Sabía que alguien como Iturbide tenía más posibilidades de triunfo que un guerrillero con un puñado de hombres.
Si bien es verdad que el movimiento trigarante fue más sangriento de lo que sus protagonistas quisieron admitir, el Sur de Nueva España no fue un campo de batalla importante, salvo en las primeras semanas. Guerrero hizo de la región una de las más decididas partidarias de la independencia, aunque Acapulco siguió en manos de España, incluso después de la entrada triunfal de Iturbide en la ciudad de México, en septiembre de 1821. Fue necesario el envío de tropas del gobierno mexicano para que los defensores españoles del fuerte de San Diego aceptaran entregar la plaza y salir del que ya por entonces se llamaba imperio mexicano.
No deja de causar extrañeza a los panegiristas de Guerrero que, pese a haber ofrecido sus servicios al Congreso de Anáhuac y haber formado un órgano de gobierno que se hacía llamar republicano, en 1821 aceptara colaborar en un proyecto que pretendía establecer una monarquía constitucional. Años después, nuevamente sería defensor del orden republicano, en una de sus versiones más radicales, la que encabezaba el Partido Popular. Algunos historiadores han afirmado que, en el momento de mayor crisis para la insurgencia, la alternativa imperial tenía aparejada la independencia por la que tanto había luchado Guerrero. Este aserto sugiere, aunque no lo haga explícito, que en el fondo Guerrero seguiría siendo republicano y que sólo esperaba un momento propicio para llevar a cabo sus verdaderos planes, como en efecto sucedió a comienzos de 1823. Sin embargo, esta explicación no deja de parecer un tanto ingenua. Debe recordarse que el Plan de Independencia de 1821 llamaba para ocupar el trono mexicano a Fernando VII, el tirano al que tanto combatió Guerrero. Ni en Iguala ni en Córdoba se rompían los lazos con España, sólo se desataban los nudos, para emplear la metáfora del propio Iturbide. Además, se ofrecía una monarquía constitucional (“moderada” como se decía por entonces) cuando la monarquía española (que incluía a Nueva España) era constitucional. El colmo era que la misma Constitución que regía en la metrópoli permanecería parcialmente vigente en el imperio mexicano.
Podría afirmarse que Guerrero terminó traicionando su trayectoria al aceptar una salida que no perjudicara su reputación. Según Iturbide, el caudillo insurgente aceptó unirse a las tropas que mandaba con la condición de que no se le tuviera por indultado. Sin embargo, permítaseme ensayar una explicación más. Cuando Guerrero se unió a la insurgencia, diez años antes, lo hizo con la convicción de que la independencia conseguiría acabar con la salida de las riquezas hacia una metrópoli devoradora de los recursos de sus colonias; permitiría el autogobierno en los pueblos y ciudades, pues serían los naturales los que ocuparan los cargos públicos, y aboliría las distinciones legales de castas, dando a todos los americanos los mismos derechos, obligaciones y oportunidades. Como el mismo Guerrero reconoció, el constitucionalismo español hacía las mismas promesas, pero no las cumplió: no dio igualdad a los americanos y discriminó a los afrodescendientes. Además, las autoridades virreinales aplicaron la Constitución de manera discrecional, con lo que suprimieron derechos importantes como la libertad de prensa, amén de negar el de autogobierno, como lo prueban los retrasos en el establecimiento de algunas de las diputaciones provinciales o la suspensión de procesos electorales. El Plan de Independencia proclamado en Iguala ofrecía lo que Guerrero buscaba, aunque implicara que el poder ejecutivo fuera ocupado por un príncipe. El caudillo insurgente no era un Montesquieu ni un hombre de lecturas, pero tal vez hubiera estado de acuerdo con el ilustrado francés cuando afirmaba que había repúblicas que podían tener ropas monárquicas, como ejemplificaba Gran Bretaña.
Vicente Guerrero fue de los pocos insurgentes que estuvieron en el primer cuadro del gobierno del imperio mexicano. Fue designado comandante general del Sur, con lo que mantuvo el mando de tropas y las bases sociales que habían hecho de él una figura de primer orden. Quedaban bajo su jurisdicción los distritos de Tlapa, Chilapa, Tixtla, Ajuchitán, Ometepec, Jamiltepec y Teposcolula. Al parecer, en octubre de 1821 se enfrentó con un grupo de generales y tropas que intentaron dar la corona a Iturbide, pues con ello se violentaría el Plan de Iguala. No participó en las conspiraciones republicanas que empezaron a fraguarse desde noviembre de 1821. Si Josefa Ortiz de Domínguez, Juan Bautista Morales y Guadalupe Victoria conjuraron contra Iturbide por la manera en que pensaba convocar al Congreso Constituyente (con representantes de corporaciones y clases, en vez de que lo fueran de los ciudadanos), Guerrero se mantuvo leal al presidente de la regencia. Resultaba más importante que se reuniera un Congreso que su composición. Tampoco participó con el antiguo insurgente Juan Pablo Anaya, quien hizo campaña a favor de la república y trataba de convencer al mariscal Pedro Celestino Negrete y al comandante de Guadalajara Francisco Parrés. Las locuras de Servando Teresa de Mier le resultaban muy ajenas, de modo que no participó en las conspiraciones en las que Miguel Santa María organizó una red para derrocar al emperador. Guerrero felicitó a Iturbide cuando las tropas y el propio Congreso lo proclamaron emperador y formó parte de la orden de Guadalupe.
A mediados de 1822, los servicios de inteligencia del imperio descubrieron una red de conspiraciones de tipo republicano. Entre los participantes, se hallaban varios diputados del Constituyente. Cuando ordenó el arresto de más de sesenta personas, el Congreso exigió que se respetara a sus integrantes. Según la Constitución de Cádiz, que seguía vigente, los diputados sólo podían ser juzgados por la misma asamblea, pero Iturbide se negó a entregarlos con el argumento de que debía preparar los procesos. Algunas personas que no estuvieron comprometidas en la conjura también fueron apresadas, como sucedió con Carlos María de Bustamante. Muy pronto, las autoridades imperiales empezaron a sospechar de muchos antiguos insurgentes, en particular de los que habían sido cercanos a Morelos y al Congreso de Anáhuac. Domingo Luaces, comandante en Veracruz, advirtió al emperador que en los pueblos había rumores sobre una rebelión para instituir un gobierno republicano, que sería encabezada por Vicente Guerrero y los diputados Isidro Yáñez y Juan Orbegoso. Miguel Torres, desde Valladolid, aseguraba que se debía desconfiar de gente como Gordiano Guzmán y Vicente Guerrero, “por sus relajadas costumbres, ineptitud e incapacidad”. Nicolás Bravo, quien formaba parte del Consejo de Estado, pudo percatarse de la desconfianza que ocasionaba en medio de tantos funcionarios que habían pasado del virreinato al imperio. Cuando al comenzar diciembre de 1822, Antonio López de Santa Anna se pronunció con Guadalupe Victoria en Veracruz a favor de la república, Guerrero y Bravo supieron que pronto serían perseguidos.
Durante los primeros días de la rebelión en Veracruz, Guerrero y sus subordinados manifestaron su lealtad al emperador. José Figueroa, comandante de Chilapa, se aprestó a preparar sus tropas en contra “del mal”, es decir, del republicanismo. Sin embargo, Iturbide ordenó al secretario de Guerra, Manuel de la Sota Riva, que vigilara los movimientos de Guerrero. Temeroso de lo que pudiera ocurrir, don Vicente solicitó permiso para trasladarse a su comandancia, con el fin de prevenir movimientos subversivos. José Manuel de Herrera, secretario de Relaciones Exteriores e Interiores, convenció a Iturbide de no conceder la autorización, con el pretexto de que la presencia de Guerrero era más importante en la corte, al lado del emperador.
Nicolás Bravo decidió buscar la ayuda de Petra Teruel, esposa del regidor Antonio Velasco y perteneciente a una familia acomodada, que antes había colaborado con los insurgentes. En su momento, ayudó a que Leona Vicario escapara de la ciudad de México para reunirse con su novio Andrés Quintana Roo y, tras la independencia, también auxilió a Guadalupe Victoria para huir de la capital cuando fue descubierta su participación en una conjura republicana. Doña Petra empeñó sus alhajas para proporcionar algunos recursos a Guerrero y a Bravo. Con ese dinero, don Vicente fue a buscar a los jóvenes hermanos Soto Mayor, para organizar la fuga. La mayor, Micaela, tenía veinte años y – según declaró en el proceso que se le abrió – admiraba profundamente al antiguo caudillo insurgente. Los jóvenes se reunieron en el canal de la Viga con Guerrero y Bravo el sábado 5 de enero de 1823 a las tres de la tarde. De allí salieron a Santa Anita, como si fueran de día de campo. Abordaron una canoa rumbo a Iztacalco y luego siguieron a Mexicalcingo, en donde compraron aguardiente, velas, pan, queso y puros. Al parecer también compraron la voluntad de algunos oficiales que, aunque después denunciarían a los Soto Mayor, en ese momento dejaron pasar a la singular caravana. Alrededor de las tres de la mañana, en Ayotzingo, encontraron al capitán Antonio del Río, al coronel Ignacio Pita y a dos mozos, quienes sacaron a Bravo y a Guerrero del valle mexicano y les abrieron camino al Sur.
Al momento de escapar, Guerrero envió a un “hombre alto, moreno y de botas de campaña” rumbo a Veracruz para ponerse en contacto con Santa Anna y Victoria. Otros de sus hombres, como el teniente coronel Antonio Castro, movilizaron a sus tropas con el pretexto de perseguir rebeldes pero con la consigna oculta de unirse a Guerrero y a Bravo, con quienes se unieron en la madrugada del 9 de enero de 1823 luego de pasar en balsas el Mezcala. En Tlancingo, don Vicente se comprometió públicamente con el pronunciamiento de Veracruz. El 11 de enero, las tropas rebeldes entraron en Chilapa. Dos días después publicaron un manifiesto, en el cual se declaraban “libres e independientes del gobierno de D. Agustín de Iturbide” y exigían “la restitución de los derechos de la nación mexicana”. Declararon que no les importaba si se establecía una república o se mantenía una monarquía constitucional, sólo querían que los derechos de los ciudadanos se respetaran y el restablecimiento de los diputados en el Congreso. Para prevenir adhesiones, Sota Riva ordenó a Juan Álvarez que se mantuviera acuartelado en Ixtapaluca. De inmediato, el viejo comandante virreinal Gabriel Armijo salió rumbo al Sur. Bravo y Guerrero se fortificaron en Almolonga, el primero arriba y el segundo en las trincheras. La descarga de los imperiales el 25 de enero por la mañana fue tan intensa, que los defensores de abajo se dispersaron. Guerrero fue herido de gravedad y hubiera muerto de no ser porque uno de sus hombres lo subió a su caballo, para esconderlo en una barranca cercana. Fue curado de sus heridas en la choza de un indio, aunque los rumores de su muerte se extendieron. Bravo huyó por Tlapa hacia Putla, Oaxaca.
Sin haberse recuperado de sus heridas, Guerrero marchó a Teposcolula, en donde convenció al subdelegado Mariano González de unirse a su causa. El 28 de enero, publicó un manifiesto en el que aseguraba – sin fundamentos – que Acapulco había “dado el grito de libertad”. Es verdad que en ese momento parecía que el destino de los dos viejos insurgentes surianos era andar a salto de mata, pero las autoridades imperiales sabían que desde los Llanos de Apan, la Mixteca y en especial en la Tierra Caliente había mucha gente “adicta” a Guerrero. Poco a poco, varios lugares se adhirieron a los rebeldes. Chuautla, Ayotla y Tlaxcala, primero; luego siguió Cuautla. Desde la hacienda de Bravo, Chichihualco, Guerrero coordinaba varios grupos de rebeldes.
Cuando los encargados de perseguir a Santa Anna decidieron pronunciarse para tener un nuevo Congreso, el imperio cayó. Bravo consiguió ocupar Oaxaca y Guerrero fue saludado como uno de los héroes republicanos. Los diputados presos fueron liberados y pronto se reunió una asamblea que el 30 de marzo decidió entregar el gobierno a un triunvirato integrado por Nicolás Bravo, Pedro Celestino Negrete y Guadalupe Victoria, y como suplentes a Mariano Michelena, Miguel Domínguez y Vicente Guerrero.
La caída del imperio generó un desorden tal que, he llegado a pensar que durante algunos meses de 1823 no hubo México. Varias provincias, recelosas de su soberanía, se negaban a obedecer al gobierno establecido en la antigua capital virreinal. La inseguridad en los caminos resultaba escandalosa y no faltaron partidas armadas que buscaron sacar provecho de la caótica situación. Dado que Iturbide había acusado a los españoles de estar detrás de la rebelión republicana de Santa Anna, se había reavivado la hispanofobia de la época de la guerra. Un sanguinario insurgente, Vicente Gómez, el capador, prometió acabar con los gachupines. El bandido Loreto Cataño se dirigió a Cuernavaca con la misma consigna. Se decían partidarios del depuesto emperador y estaban en contacto con Antonio de Narváez y Manuel Reyes Veramendi, quienes conspiraban para traer de regreso a Iturbide. El 8 de diciembre, Guerrero fue comisionado para ir a Cuernavaca y Cuautla. Su sola presencia ahuyentó a los rebeldes. Luego, junto a Gómez Pedraza, se dirigió a Puebla, en donde las autoridades locales erigieron un congreso y nombraron un poder ejecutivo del estado. En este caso nada pudieron hacer, pues la marcha de las provincias para constituirse en estados libres era ya irreversible. Los iturbidistas aprovecharon las demandas de los estados para establecer la federación en sus afanes en contra de los españoles y del gobierno. En enero de 1824, por instigación de Reyes Veramendi, José María Lobato se pronunció en la ciudad de México para expulsar a los gachupines. Bravo, Gómez Pedraza y Guerrero se dirigieron a toda prisa a la capital para sofocar la rebelión.
La participación de estos militares fue decisiva para que el precario gobierno de la república se mantuviera y permitiera al Congreso elaborar la Constitución que garantizó la unidad nacional en octubre de 1824. No resulta extraño que don Vicente fuera enormemente popular. Numerosos políticos radicales se acercaron a él para obtener apoyo y viabilidad en sus proyectos. Comprendieron que Guerrero compartía muchas de sus propuestas. A mediados de 1825, el senador tabasqueño José María Alpuche, el secretario de Hacienda Ignacio Esteva, Miguel Ramos Arizpe, oficial mayor de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el coronel Ignacio Mejía y el senador yucateco Lorenzo de Zavala, promovieron el establecimiento del rito masónico yorquino. El ministro estadounidense Joel Poinsett colaboró con ellos para conseguir la patente de la Gran Logia de Nueva York. Los yorquinos aprovecharon las logias para impulsar los principios del Partido Popular, como lo llamó Zavala: participación popular, fortalecimiento del federalismo, abolición de los privilegios corporativos, y la protección a la producción manufacturera e industrial nacionales. Muy rápido convencieron a Vicente Guerrero de integrarse, y adquirió mucha influencia en las decisiones tomadas por las logias, aunque ocasionalmente fue atacado por yorquinos más radicales que exigían la expulsión inmediata de los españoles.
La influencia de las logias fue criticada en distintos medios. En 1827, el comandante Manuel Montaño se rebeló en Otumba, con la exigencia de desaparecer las sociedades secretas, expulsar a Poinsett y hacer cumplir la Constitución. Paradójicamente, Nicolás Bravo, el gran maestro de las logias del rito escocés y vicepresidente de la república, se unió a los rebeldes. El presidente Guadalupe Victoria envió a Vicente Guerrero a combatirlos; los derrotó con facilidad en Tulancingo, el 7 de enero de 1828. Este triunfo, la influencia que había adquirido en las logias yorquinas y la popularidad en el ejército, parecían franquearle el camino a la presidencia en las elecciones de ese año. Ya en 1826 los yorquinos habían arrasado en el proceso electoral para renovar la cámara de diputados, en sus manos estaba un importante número de ayuntamientos y algunos estados poderosos, como el de México, estaban dirigidos por prominentes integrantes del rito. Lamentablemente, el radicalismo que estaba tomando el Partido Popular ocasionó una escisión. Los más destacados federalistas, encabezados por Ramos Arizpe, postularon a Manuel Gómez Pedraza para la presidencia. Con el nombre de “imparciales”, aseguraron estar alejados de la contienda de los partidos. De inmediato, organizaron a los congresos estatales, que según la Constitución eran los encargados de emitir dos votos cada uno para elegir al presidente y al vicepresidente. Por su parte, los yorquinos instruyeron a través de las logias a los ayuntamientos para que presionaran a sus legislaturas estatales para votar por Guerrero, quien ya era gran maestro de la logia nacional mexicana. La cerrada contienda dio el triunfo a Pedraza y fue entonces cuando ocurrió uno de los acontecimientos más lamentables tanto para la vida de Guerrero como para la de la joven república: la fractura de la legalidad.
El 3 de septiembre de 1828, el ayuntamiento de Xalapa desconoció la autoridad del Congreso de Veracruz, por haber votado a favor de Gómez Pedraza, con lo que había ignorado las manifestaciones de los pueblos y villas. Poco después, Santa Anna se unió al pronunciamiento. Al principio la rebelión de Santa Anna no tuvo mucho éxito, pero poco a poco otros sectores del ejército se unirían a la demanda de hacer presidente a Guerrero. El 30 de noviembre, en la capital, el coronel Santiago García, un antiguo insurgente, y el marqués de la Cadena, el viejo iturbidista, promovieron una asonada. Pronto se puso al frente Lorenzo de Zavala, junto con Lucas Balderas y José María Lobato. Menos de cuatro años antes, cuando Lobato se había amotinado en la Ciudadela para pedir la expulsión de españoles, Guerrero se encargó de combatirlo. En esta ocasión actuaría de modo diferente. Luego de tres días de hostilidades, Guerrero salió a Tlalpan, mientras que el 3 de diciembre, Gómez Pedraza huyó casi clandestinamente a Guadalajara, donde contaba con el apoyo del gobernador José Justo Corro. El 4 de diciembre, Zavala y Lobato promovieron un tumulto popular que concluyó con el saqueo del Parián, del mismo palacio de gobierno y de portales vecinos; además, Zavala ordenó el fusilamiento de varios pedracistas. Para calmar los ánimos, el día 8, Guadalupe Victoria nombró a Guerrero secretario de Guerra.
Desde Jalisco, Corro se preparó para defender la elección de Pedraza. Vicente Filosola se trasladó a Puebla, en donde Melchor Múzquiz se aprestaba para combatir a los rebeldes. El gobernador de Guanajuato, Carlos Montes de Oca, impulsó una alianza con Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí y Zacatecas para oponerse a Santa Anna y a Zavala. La legalidad estaba del lado de los gobernadores, quienes estaban dispuestos a defender el orden constitucional. Guerrero, aprovechando su popularidad entre las milicias y el trabajo de las logias volantes, de la cual muchos de esos cuerpos armados formaban parte, consiguió impedir que las tropas estatales se dirigieran a la ciudad de México. Las milicas de Guanajuato se amotinaron contra su comandante Luis Cortázar, igual que hicieron las poblanas con Múzquiz. En Colima varios grupos armados se organizaron en los ayuntamientos para defender a Guerrero, pues afirmaban que “los pueblos” lo querían como presidente. En enero, en una medida que excedía y violentaba sus atribuciones constitucionales, el Congreso entregó la presidencia a Vicente Guerrero, mientras que la vicepresidencia la otorgó a otro prominente general yorkino, Anastasio Bustamante, promovido por José María Tornel.
El 1 de abril de 1829, el nuevo presidente reconoció la importancia de los ayuntamientos y de las milicias cuando aseguró que “el interés de las localidades es el más adecuado para asegurar el interés de los individuos”. Sabedor de que muchos artesanos de la ciudad de México y de otras ciudades lo habían apoyado, promovió la prohibición de numerosas importaciones. Esta medida, muy popular, quitó al gobierno federal una importante fuente de ingresos, por lo que se entregó a agiotistas, como José Manuel Zozaya. José María Bocanegra ocupó la Secretaría de Relaciones Exteriores e Interiores, Francisco Moctezuma la de Guerra en diciembre de 1828, Zavala la de Hacienda y José Manuel de Herrera, quien había sido tan cercano a Iturbide en los tiempos de la persecución de Guerrero, llegó a la de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Muy pronto empezaron los conflictos. Bocanegra y otros yorquinos conspiraron en contra de Zavala y de Poinsett, cuya expulsión finalmente lograron, pese al aprecio que el presidente le tenía.
La administración de Guerrero estuvo marcada por el intento de reconquista español. Desde comienzos de ese año, los enviados secretos en La Habana de Felipe Codallos, comandante de Yucatán, advertían que se armaban dos expediciones, una hacia Tampico y otra sobre Mérida o Campeche. También se había confiscado correspondencia dirigida a varios conspiradores que se hallaban en México para colaborar en el desembarco de las tropas expedicionarias. En junio, Feliciano Montenegro, quien actuaba como agente especial de México en Nueva Orleáns, informó la posible fecha de la expedición, el 17 de octubre, el número de efectivos que participarían y las armas que llevarían. Montenegro urgía la defensa de las costas mexicanas y recomendaba una expedición sobre Cuba, pues “la mejor defensa es el ataque”. El 2 de agosto, el presidente publicó una proclama en la que informaba de la expedición de Isidro Barradas y las medidas del gobierno para enfrentarla. Se formarían cinco secciones del ejército, al mando de Santa Anna, Felipe de la Garza, José Joaquín de Herrera, José Antonio Valdivieso y José Antonio Velázquez. En caso necesario, se llamaría a los ciudadanos a tomar las armas en defensa de la patria.
La expedición española fue derrotada en Tampico por Santa Anna y el general Manuel de Mier y Terán, quien no simpatizaba con Guerrero. No obstante, el gobierno seguía recibiendo alertas. El presidente aprovechó la celebración del 16 de septiembre para decretar la abolición de la esclavitud. En México había muy pocos esclavos, salvo en Texas, en donde se permitió la permanencia de esa oprobiosa tradición, de modo que esa medida no sólo se correspondía con los sentimientos de Vicente Guerrero sino que era una advertencia a los grandes propietarios españoles de Cuba. La unidad nacional en torno al presidente se diluyó rápidamente. Desde el 25 de agosto, por escaso margen, los legisladores autorizaron al titular del ejecutivo a “adoptar cuantas medidas sean necesarias a la conservación de la independencia”. Las facultades extra-constitucionales de Guerrero pronto le acarrearon severas críticas. Fue acusado de violentar las soberanías estatales y de limitar la libertad de expresión, al perseguir a periodistas opositores. El gobierno también trató de solucionar sus problemas financieros con medidas extraordinarias. Exigió un préstamo forzoso al cabildo catedralicio de México y otro a los comerciantes y propietarios del Distrito Federal. Zavala también impulsó algunas reformas que aumentaran los ingresos de la hacienda pública. Propuso una cuota especial para comercios en el Distrito Federal: los negocios pequeños pagarían un impuesto de cincuenta pesos y los grandes de quinientos. También promovió un impuesto de cinco por ciento a las rentas de cualquier tipo superiores a mil pesos anuales y uno de diez por ciento a las de más de diez mil pesos. La formación de un fondo para gastos de guerra ocasionó gran descontento, lo mismo que el establecimiento de comisarios federales en los estados, con el fin de verificar el correcto cobro de los nuevos impuestos. Las protestas no se hicieron esperar y pronto cayó el secretario de Hacienda.
Guerrero empezó a ser acusado de centralista, por pretender imponerse al poder de los estados. Jalisco proyectó una alianza con otros estados para defenderse en caso de que llegaran más tropas españolas, pero también amenazaba al gobierno federal. En noviembre, la guarnición de Campeche se pronunció a favor del centralismo. La rebelión se debió a la falta de pago a las tropas y a conflictos locales entre el general Felipe Codallos y el gobernador Tiburcio López; el primero contó con el apoyo de algunos sectores comerciales ofendidos con las leyes prohibitivas impulsadas por Guerrero. La prensa cada vez era más virulenta. Pese a que el presidente permitió el regreso de algunos exiliados, incluido Bravo, la oposición seguía presionando. Pese a lo que han dicho muchos historiadores, empezando por Zavala, no fueron los conservadores los que derrocarían a Guerrero, sino una amplia alianza de federalistas, comerciantes, yorquinos descontentos y militares regionales, entre otros. Anastasio Bustamante y Santa Anna aprovecharon esta situación. Insistieron en que la amenaza española hacía preciso formar un ejército en Xalapa. José Antonio Facio, Santa Anna, Juan Pablo Anaya y Lucas Alamán se unieron al vicepresidente en una conjura que estalló el 4 de diciembre. El Plan de Xalapa exigía el respeto a las soberanías locales y al pacto federal. Pedía el restablecimiento del orden constitucional.
La noticia tomó por sorpresa al presidente. En principio, decidió dirigir él mismo la campaña contra los insurrectos, por lo cual dejó a José María Bocanegra a cargo de la presidencia el 16 de diciembre, pero por alguna razón no se dirigió a Veracruz. En Puebla se desvió a Tierra Caliente, donde esperaba contar con el apoyo de sus antiguos subordinados. Guerrero se dio cuenta de que la rebelión en su contra había ganado un rápido apoyo entre los principales comandantes del país. El 22 de diciembre, en la ciudad de México, el general Luis Quintanar, con la complicidad de Esteva, se pronunció a favor de los rebeldes de Xalapa. Desconoció a Bocanegra, por considerar que ocupaba el cargo debido a los poderes ilegales de Guerrero. Pronto, el mismo Quintanar, junto con Pedro Vélez y Lucas Alamán, formaría parte del poder ejecutivo interino en espera de que el vicepresidente se hiciera cargo. El 4 de febrero de 1830, el Congreso declaró que Guerrero tenía “imposibilidad para gobernar la república”, única forma “legal” que encontró para no desconocer la elección del presidente, pues entonces también se afectaría la del vicepresidente.
Nuevamente, Gabriel Armijo fue enviado para combatir a los partidarios del antiguo caudillo insurgente, pero fue derrotado en Texca, donde murió. Las tropas federales se fueron imponiendo. El 1 de enero de 1831, Nicolás Bravo consiguió un sonado triunfo en Chilpancingo, que antecedería a la captura del ex presidente. Facio, secretario de Guerra del nuevo gobierno, negoció con un marino genovés, Francesco Picaluga, la prisión de Guerrero. Picaluga convidó a su víctima a una comida en el bergantín Colombo, en el que lo trasladó preso a Huatulco. El 25 de enero fue entregado en ese lugar al capitán Miguel González, quien lo escoltó a Oaxaca para que enfrentara la sumaria por conjura y rebelión. En el juicio sumario, el viejo caudillo aseguró que no se había rebelado, sino defendido del hostigamiento de las tropas federales. Lo acusaron de usurpar funciones, de emplear recursos federales para promover la rebelión e incluso de intentar vender Texas a Estados Unidos para sostener la insurrección, lo que conseguiría a través de Zavala. Guerrero fue fusilado el 14 de febrero de 1831, en Cuilapa, Oaxaca.
Un publicista adulador del régimen dio a conocer en México la noticia de la captura de Guerrero. Aseguraba que la paz regresaría al país, pues había sido capturado el “único origen de la revolución”. Por supuesto, los conservadores como Luis Gonzaga Cuevas, autor de Porvenir de México (1851) y Lucas Alamán en su Historia de Méjico 1852) afirmaron que Guerrero era un faccioso, entregado a los intereses de Estados Unidos. Incluso los liberales de la segunda mitad del siglo XIX consideraron que el caudillo suriano no había sido más que instrumento de otros políticos más brillantes. Con una visión más comprensiva, en 1939 William Sprague publicó la primera biografía académica, Vicente Guerrero: Mexican Liberator: A Study in Patriotism. Años más tarde, en 1976, Eugene Wilson Harrell elaboró la tesis de doctorado Vicente Guerrero and the Birth of Modern Mexico, en la que también mostraba simpatía por su biografiado. He decidido no incluir las referencias en notas a pie de página, para facilitar la lectura y hacer un relato más ameno, pero dejo constancia de mis deudas con estos estudios pioneros, y con el pequeño pero influyente trabajo de Ernesto Lemoine, “Vicente Guerrero y la consumación de la independencia” aparecido en la Revista de la Universidad de México en 1971. Una biografía más reciente, con la que tengo algunas discrepancias, es la de Theodore Vincent, de 2001, The Legacy of Vicente Guerrero, Mexico’s First Black Indian President, aunque reconozco el importante papel que tuvo su origen racial en la demanda de igualdad. Para María Eugenia Vázquez (La formación de una cultura política republicana: el debate público sobre la masonería, 2010) la filiación masónica de Guerrero explica buena parte de su trayectoria política. La importancia de las relaciones con las milicias y los ayuntamientos está bien documentada en la correspondencia de Vicente Guerrero que publicó el Boletín del Archivo General de la Nación en 1950.
Desde hace años me he interesado en la vida de Guerrero. El lector interesado en las referencias explícitas de los archivos y bibliotecas en donde he realizado investigaciones puede consultar mis obras Para la libertad. Los republicanos en tiempos del imperio (2004); “La oposición clandestina y el orden republicano: las conspiraciones iturbidistas de 1823-1824”, en el libro Transición y cultura política. De la Colonia la México Independiente (2004); el artículo “El Partido Popular en México”, en la revista Historia y política. Ideas procesos y movimientos sociales (2004), y “La presidencia de Vicente Guerrero”, en la obra Gobernantes mexicanos (2008).