Una de las quejas de los historiadores profesionales es la poca mella que los resultados de las más recientes investigaciones tienen en la sociedad. En buena medida, esto es responsabilidad de los propios académicos, poco interesados en labores de divulgación. También es culpa, por supuesto, de los divulgadores profesionales de la historia, personas que no son necesariamente historiadores, sino que son escritores (muchas veces de novelas) o productores de medios electrónicos de comunicación. Estos divulgadores deberían estar actualizados, informados de los resultados de las investigaciones llevadas a cabo en los medios profesionales, generalmente universitarios, e incluirlos en sus propios trabajos, para hacerlos llegar a un público amplio. Lamentablemente, en vez de eso, al menos en México, los divulgadores profesionales de la historia (y su versión más aterradora, los “desmitificadores”) procuran ocasionar asombro llevando la contraria a las versiones tradicionales y nacionalistas del pasado, en ocasiones con buenos argumentos, en la mayoría retorciendo datos.1
El alcance social de historiadores profesionales e incluso de divulgadores de la historia y desmitificadores es muy limitado. En realidad, la mayoría de las opiniones corrientes sobre el pasado se forja en las escuelas, enseñadas muchas veces por profesores que tampoco se han actualizado y que repiten los que ellos mismos aprendieron hace décadas. En este sentido, las reformas que se han hecho a los planes y programas de estudio deberían ser fundamentales para hacer llegar los resultados de la historiografía profesional a la mayoría de los mexicanos. Durante los últimos años, se han llevado a cabo esfuerzos en ese sentido. Incluso, la Secretaría de Educación Pública integró un panel de historiadores profesionales para asesorar las reformas educativas, pero (por lo comentarios que algunos colegas me hicieron) parece que no se le hizo mucho caso.
Así, en nuestros planes de estudio permanecen explicaciones que son cuestionadas en los medios académicos. Trabajando recientemente sobre el libro de texto de secundaria con algunos colegas, me topé con que el programa de historia universal incluye, entre otras cosas, subtemas sobre “la formación de las monarquías nacionales” (en los siglos XVI y XVII) y “las características de los estados multinacionales y los nacionales” (de fines del XIX)
Como encargado de la primera parte del libro, tuve que hacer frente al de “la formación de las monarquías nacionales”. Hay que mostrar cómo los monarcas de España, Francia e Inglaterra consiguieron imponer su autoridad sobre los señores feudales del Medievo y poner así las bases de una monarquía nacional. El problema, por supuesto, es que ni los reyes españoles ni los franceses consiguieron imponerse por completo a los señores feudales (el feudalismo no fue formalmente abolido sino hasta fines del siglo XVIII en Francia). Los monarcas ingleses no enfrentaron a una aristocracia territorial tan fuerte, gracias a que la Guerra de las Rosas acabó con buena parte de ella, pero esto no significó un camino llano.
El caso más claro de los problemas de hablar de una monarquía nacional es, al menos para mí, el de España. Pese a la unión de Castilla y Aragón y la incorporación posterior de Navarra, cada uno de esos reinos conservaba sus propias leyes, fueros y privilegios, su propia constitución histórica, como se le dio en llamar a finales del siglo XVIII. No formaron una monarquía nacional. De hecho, entre los siglos XVI y XVIII ningún rey se hizo llamar “rey de España” sino “rey de Castilla, de León, de Aragón, etcétera”. El primero en nombrarse como rey de España fue José Bonaparte, impuesto por su hermano en 1808.2
Un problema semejante puede observarse con el subtema dedicado a “las características de los estados multinacionales y los nacionales” del siglo XIX. El contenido de esa sección debería confrontar las características de imperios como el de Austria-Hungría, el ruso o el otomano (organizaciones políticas que regían a numerosos pueblos, con lenguas y religiones diferentes) frente a España, Francia e Inglaterra y, de esa manera, explicar la “unificación” de Italia y de Alemania. Pongo entre comillas la palabra “unificación” porque implica que Italia y Alemania existían ya (como suponía la historiografía nacionalista decimonónica de ambos países) desde antes de ser Estados, pero por alguna anomalía no estaban unidos.
La historiografía actual ha cuestionado la existencia de Estados nacionales tal como los historiadores nacionalistas del siglo XIX imaginaban. ¿Qué diferenciaba, digamos, a España del imperio austro-húngaro? Desde la perspectiva del pensamiento nacionalista español, el imperio centroeuropeo gobernaba a pueblos diferentes, con diversidad de lenguas y tradiciones. El problema es que en España pasaba lo mismo: pueblos con características diferentes, idiomas distintos y vindicaciones forales estaban bajo una misma soberanía. Por supuesto que había quienes encontraban características comunes en todos esos grupos y se empeñaron en construir naciones, pero esto no negaba la diversidad que se veía en los imperios “multinacionales”. Incluso Francia estaba en una situación parecida, aunque la Revolución había procurado borrar las diferencias lingüísticas, al promover el francés de París y borrar los idiomas provinciales.
Los liberales españoles de comienzos del siglo XIX consideraban que la “nación española” estaba constituida por individuos que compartían al menos lengua y religión. Lucas Alamán no pensaría muy diferente respecto a México. Pretendía ignorar (igual que hizo José María Luis Mora) que en esa época la mitad de la población era indígena y que el idioma español no era frecuente entre ellos. Se le escapaba que aunque la inmensa mayoría se declaraba católica, tenían formas muy diferentes de religiosidad, sin que fueran extrañas las sincréticas.
Esos estados nacionales de los que hablan los libros de texto son los que hoy, al menos en el caso de España, Gran Bretaña e incluso México, tienen anuncios en las carreteras en varios idiomas, desde el galaico hasta el purépecha. Reconocen ser integraciones multiculturales o sumas de nacionalidades. ¿Por qué, entonces, seguimos enseñando que ya eran naciones desde el siglo XVI? ¿Por qué no recuperamos los resultados de la historiografía actual para la educación básica?
1. Véanse las colaboraciones críticas de Pedro Salmerón en La Jornada de 8 de abril, 4 de mayo y 12 de mayo de 2012.
2. Esto no quiere decir que no se imaginara una España. Véase el excelente libro de José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
Considero que la sintesis aplicada a los planes de estudio de la asignatura de Historia en nivel Secundaria ha sido muy limitada y es perfectible.
Desde mi punto de vista el problema es más profundo pues implica problemas en la interpretación misma, la escritura, y en la re elaboración de esa síntesis con propósitos de difusión en un lenguaje distinto y con determinadas directrices.
No podemos olvidar que los niveles de apreciación de la Historia de investigadores, profesores y estudiantes son distintos.
Por ello, los encargados (as) de realizar los «puentes» – digámoslo así – entre investigación y difusión en las instituciones educativas no logran articular fácilmente las esferas mencionadas.
Es un gusto contar con historiadores comprometidos con la educación y la divulgación de nuevas investigaciones, es por ello que me surge una duda acerca del siguiente comentario.
Un problema es que la mayoría de las opiniones corrientes sobre el pasado se forja en las escuelas muchas veces por profesores que no se han actualizado y que solo repiten lo que aprendieron hace décadas, además de que en las Reformas de planes y programas no se hace llegar los resultados de la historiografía profesional.
En este sentido ¿Qué pasaría si el docente se apega a divulgar las nuevas investigaciones a sus alumnos y estos se confunden en una evaluación de ENLACE o de otro tipo? ¿cómo poder cumplir con la divulgación de las nuevas investigaciones así como obtener excelentes resultados en los distintos tipos de evaluación?
Muchas gracias y espero me pueda mandar por favor un comentario a mi correo
Me parece que los historiadores debemos tener mayor presencia en la elaboración de planes y programas de estudio. Se ha avanzado mucho y empezamos a ver algunos cambios. Al menos, los libros de texto de secundaria ya no son tan maniqueos como antes. Es una pena que los de primaria de cuarto año tengan tantos errores. Son, en verdad, un paso atrás.