No es muy exagerado decir que en 1823 no había México. Tras la caída del imperio, las antiguas provincias de Nueva España establecieron gobiernos propios y empezaron a declararse estados soberanos e independientes. Por supuesto, numerosas personas consideraban que dichos estados debían unirse, para integrar una confederación que fuera viable. El problema era que esa confederación podía adoptar muchas formas. En Guatemala nació la propuesta para que los estados del istmo centroamericano enviaran representantes con el fin de constituir una república federal. El proceso estuvo lleno de contratiempos, pues al menos uno de los estados centroamericanos no estuvo dispuesto a participar: Chiapas. Allí sonaba más otra propuesta: integrar una confederación con Oaxaca, Tabasco y Yucatán, que no se concretó. En Celaya, algunos delegados de estados como Querétaro, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí y Zacatecas formaron una junta, que rechazó sujetarse a las autoridades establecidas en la ciudad de México. Como sabemos, tampoco surgió una federación que hubiera tenido por capital la ciudad que, como México y Guatemala, había servido como sede de una real audiencia en la época colonial: Guadalajara.
Como puede verse, no hubo un tránsito directo entre Nueva España y México. Nueva España no era una unidad consolidada. Nadie estaba muy seguro de hasta dónde llegaba, pues las provincias internas se mantuvieron durante largos años como entidades diferentes al virreinato, aunque dependientes en algunos aspectos del gobierno de México. Lo mismo pasaba con Centroamérica, con su propia audiencia y gobierno, pero dependiente también del virreinato en algunas cosas. De hecho, Nueva España no tuvo fronteras, hasta 1819, pese a que los mapas que nos enseñan en los libros de texto pretendan que el paralelo 42 era su límite norte. Para colmo, la poca unidad del virreinato se fracturó durante el proceso de independencia. En 1808, al mismo tiempo que en la ciudad de México se hacían juntas para determinar qué hacer en ausencia del rey, ocurría algo semejante en otras capitales, como Guadalajara. Por eso, algunos españoles y criollos se opusieron a que se reuniera una junta de gobierno independiente en México, pues nada garantizaba que en las provincias no se siguiera ese ejemplo. La guerra civil que estalló en 1810 terminó de fragmentar el territorio. En ese año, las tropas encabezadas por Miguel Hidalgo establecieron gobiernos criollos independientes de México en cinco intendencias: Guanajuato, Michoacán, Nueva Galicia, San Luis Potosí y Zacatecas. La reconquista de dichos territorios por las tropas virreinales no significó el restablecimiento de la supuesta unidad colonial. Poco a poco, los comandantes del ejército virreinal adquirieron fuerza y poder en sus territorios, a costa del gobierno establecido en México. Cuando Félix Calleja regresó a España, señaló que dejaba en Nueva España tres virreyes: Juan Ruiz de Apodaca (el virrey, propiamente dicho); Joaquín Arredondo, poderoso comandante de las provincias internas de oriente; y José de la Cruz, el comandante y gobernador de Guadalajara. Otros, como Bernardo Bonavía, en Durango; Melchor Álvarez, en Yucatán; y Agustín de Iturbide, en el Bajío, por mencionar algunos, habían relajado los lazos de dependencia con la capital. En términos económicos, la guerra también desarticuló los mercados novohispanos. Un buen ejemplo fue la proliferación de casas de moneda (antes sólo existía la ceca de México) que acuñaban la plata producida en los reales mineros, para ser exportada a través de puertos como Tampico, sin pasar por la capital ni por Veracruz. Por último, la constitución de 1812 estableció las diputaciones provinciales, que quitaban autoridad al virrey de México y fortalecía a los jefes políticos de las provincias.
El imperio establecido por Agustín de Iturbide en 1821 se enfrentó a este fenómeno de fragmentación territorial. En 1822, para contener la violencia, propuso el establecimiento de tribunales militares en todas las provincias, regidos por el propio gobierno central. Por supuesto, los diputados – representantes de las provincias – se opusieron, como también se opusieron a incrementar impuestos. En 1823, cuando el Plan de Casa Mata exigió el restablecimiento del congreso disuelto por Iturbide, las provincias establecieron gobiernos propios. Las diputaciones provinciales convocaron congresos y eligieron gobernadores.
Fue en este contexto en el que algunos notables políticos impulsaron una federación con todas las provincias, desde California hasta Chiapas, toda vez que las otras centroamericanas establecieron su propio pacto que, como sabemos, fracasó tiempo después. Personas como Miguel Ramos Arizpe y Miguel Guridi y Alcocer insistieron en la necesidad de establecer una federación grande, para hacer frente a las amenazas externas. Esteban Austin, Francisco Severo Maldonado y Prisciliano Sánchez dieron a las prensas sus propuestas para constituir una federación de Anáhuac, nombre que preferían al que la comisión especial reunida en la ciudad de México dio a su propio proyecto constitucional: federación mexicana. Lucas Alamán, el joven ingeniero de minas que había sido diputado en las cortes de Madrid, jugó un papel destacado: negoció con ayuntamientos, diputaciones provinciales, congresos y gobernadores para establecer una federación. Cuando las negociaciones no funcionaron, amenazó. Cuando las amenazas no daban resultado, envió tropas, como hizo con Jalisco, encabezadas por Nicolás Bravo. Alamán también colaboró en la formulación del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, como reconoció el propio Miguel Ramos Arizpe, que empezó a discutirse en diciembre de 1823 por el nuevo congreso constituyente.
La federación no fue copia del modelo de Estados Unidos, como creía Servando Teresa de Mier, ni el nombre de Estados Unidos Mexicanos fue copia servil de la constitución de 1787, como creen Felipe Calderón, José Manuel Villalpando y otros políticos conservadores. El federalismo en México fue producto de la voluntad de varios políticos del primer tercio del siglo XIX como los mencionados y por muchos otros en las provincias, que acordaron la unión de varios estados, para constituir una potencia viable, que pudiera sobrevivir, como efectivamente sucedió, pese a todo.
Hola, muy ameno y aclarador el texto, siempre es un gusto pasar a leer por aquí! Tengo una pregunta, ¿en qué radica la diferencia entre la «federación del Anáhuac» de Maldonado, Prisciliano Sánchez y Austin, y la «federación mexicana» que se menciona? (más allá del nombre) o ¿qué implicaciones tenía llamarle en un caso del Anáhuac y en otro mexicana?, ¿qué idea de nación o estado había detrás del nombre?
Muchas gracias por la atención y un saludo!
Héctor:
Gracias por su comentario. Hay muchas diferencias entre los proyectos constitucionales y sería muy largo de explicar (demasiado para un blog de difusión como este). Me parece que los autores de proyectos constitucionales que no vivían en la ciudad de México preferían «Anáhuac» por considerar que «México» (el nombre de la antigua capital) insinuaba una tendencia centralista. Por su parte, quienes elaboraron proyectos en esta ciudad siempre emplearon el nombre de «México». No obstante, hay que tener cuidado: Servando Teresa de Mier -que participó en un proyecto de federación de «México» en 1823- en alguna ocasión afirmó que él no era «mexicano» pues su «patria» era Monterrey.