Durante décadas, los historiadores liberales y nacionalistas han construido una imagen gigantesca de Benito Juárez, que a través de la educación básica ha formando a millones de mexicanos en el culto al Benemérito. Tan gigante es, que ha adquirido características monstruosas, como esa horripilante cabezota monumental que adorna la avenida Guelatao, en Iztapalapa. Es una verdadera pena pues bien visto, Benito Juárez es un político admirable por muchas razones, aunque de momento sólo mencionaré la capacidad de aquel abogado de origen indígena de mantenerse en el poder en medio de tantos ambiciosos militares, casi todos criollos. Y no me refiero a los soldados del partido conservador sino a los propios liberales, a los que Juárez consiguió domesticar y neutralizar cuando fue necesario.
Juárez es un buen ejemplo de vocación política, de virtud, en el sentido que Maquiavelo daba al término. De ahí que me parezcan ridículos los empeños por pulir el bronce del Benemérito, no sea que el McLane-Ocampo lo mancille o se empañe por las rebeliones populares del Che Gorio Melendre, cosas que no restan importancia a las leyes de 1859 ni al heroísmo de mantener el gobierno republicano cuando las tropas europeas se apoderaban del país.
Vuelvo al tema de la figura gigantesca de Juárez. Es tal su fuerza que individuos de todas las tendencias políticas, salvo unos pocos nostálgicos de la monarquía, invocan su nombre. El caso que más me sorprende es el de las izquierdas mexicanas. Me llama la atención porque en muy buena medida, don Benito representa lo opuesto a lo que proponen. Enemigo del expansionismo monárquico europeo, Juárez era gran admirador, amigo y socio de Estados Unidos, país que le brindó protección y ayuda. De origen indígena, consideraba que la igualdad legal (y no la pluralidad de derechos) era el único medio para hacer un México próspero. Liberal a fin de cuentas, Juárez no aprobaba las barreras proteccionistas ni la intervención del Estado en la solución de conflictos entre patrones y obreros (Matías Romero, quien fuera muy cercano colaborador, aseguraba que esos eran asuntos contractuales entre particulares).
Hace tiempo, Lorenzo Meyer aseguraba que la razón fundamental de la admiración de la izquierda mexicana por Juárez se debía al laicismo promovido por el liberal decimonónico. En efecto, los partidos de izquierda se han manifestado de un modo claro en ese tema, aunque no puedo imaginarme al Benemérito en medio de una reunión de eclesiásticos asegurando que la ley del registro civil o la prohibición a los clérigos para ser votados se decidirían en una consulta popular, como en su momento hizo Andrés Manuel López Obrador ante la Conferencia del Episcopado Mexicano con el tema de la despenalización del aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo.
No se me malentienda, ni critico a Juárez (como historiador, puedo explicarme sus posiciones políticas) ni a la izquierda mexicana. Únicamente quiero apuntar que, por desgracia, parece que lo que millones de mexicanos admiran es la imagen agigantada, la construcción historiográfica y la cabezota de Iztapalapa, y no al inteligente y hábil político que nació el 21 de marzo de 1806.
NOTA:
La mejor biografía, a mi juicio, es Juárez, de Brian Hamnett, publicada en Londres por Longman. Hay versión española de Biblioteca Nueva y ya puede encontrarse también como libro electrónico.