Hace unos días, un prestigiado historiador lanzó una crítica al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología por esa perniciosa práctica de exigir productos dictaminados. No me sorprendió escuchar eso, proviniendo de un profesor viejo que no tuvo que pasar por esos procesos durante buena parte de su vida profesional, pero sí que en el auditorio varios de mis colegas, incluso los más jóvenes, asintieran. Supongo que los sistemas de evaluación de Conacyt pueden ser criticables por muchas cosas, pero no deja de llamar la atención que una de ellas sea la exigencia de publicar trabajos con dictámenes.
Lo anterior no quiere decir que me sorprenda el rechazo a los dictámenes por parte de ciertos historiadores. Como editor de una revista, no ha faltado quien quiera que sus artículos sean publicados sin arbitraje y me he enterado de colegas que consiguen burlar los procedimientos de evaluación de instituciones académicas para que aparezcan sus libros.
Los dictámenes o arbitrajes son una práctica muy extendida en los medios académicos. Consiste en que los consejos editoriales envíen los trabajos que son presentados para su publicación a dos o más especialistas, que deben evaluarlos. Habitualmente, se sugiere la publicación del trabajo, a veces con condiciones que el autor debe cumplir, casi siempre con sugerencias, y de manera más excepcional que se publique tal como está o que no se publique. Se espera que los árbitros no conozcan la identidad del autor del trabajo en dictamen, ni que éste sepa quiénes son los que lo evalúan. En ocasiones, se pregunta al autor si hay alguna persona que no debería ser dictaminador (por ejemplo, cuando en el trabajo se polemiza y critica la obra de un colega, no conviene que ese colega sea el evaluador) y, en todo caso, los consejos editoriales deben cuidar que no haya conflicto de intereses. El objetivo de los dictámenes es procurar que las publicaciones académicas cuenten con un alto nivel de calidad.
Entre las objeciones a los dictámenes se arguye que (aunque se cuide el anonimato y se procure evitar el conflicto de intereses) es posible que los árbitros rechacen una publicación por motivos poco académicos, como los celos profesionales o porque descubran en el texto que leen la pluma de un colega al que no aprecian. Esto, por supuesto, es posible, pero pasa por alto que sin los dictámenes queda en manos de las autoridades de las instituciones en las que queremos publicar la decisión de aprobar o no nuestros manuscritos, con lo que aumenta la posible arbitrariedad. En cambio, tener al menos dos dictaminadores y cuidar el anonimato disminuye ese riesgo.
Se ha advertido también que los autores de cada trabajo son, por eso mismo, los verdaderos especialistas del tema que abordan. Esto también puede ser cierto, pero eso no significa que un experto historiador, aunque no haya dedicado meses o años al tema que el autor aborda en su trabajo, no sea capaz de hacer preguntas, sugerencias e incluso de demostrar que, por más esfuerzo que el autor haya realizado, su trabajo tiene fallas.
Esta crítica a los dictámenes suele estar más presente cuando el trabajo que se quiere publicar es producto de seminarios o proyectos colectivos. Se arguye que si varios colegas han discutido y hecho sugerencias al autor antes de concluir su manuscrito, resulta fútil ponerlo a la evaluación de alguien que nada tuvo que ver con ese equipo de trabajo. No tengo dudas de que los manuscritos que son resultado de esa clase de trabajo en equipo, seminarios y proyectos conjuntos tengan un grado mayor de solidez académica, pero eso no menguaría la importancia de los dictámenes. En el peor de los casos, los dictámenes serían sólo un trámite que ratificaría las virtudes del trabajo presentado para su publicación, un respaldo para el autor; pero siempre estaría la posibilidad de que un colega que nada tuvo que ver con el proceso de investigación de un trabajo académico aporte una mirada fresca, haga preguntas desde una perspectiva distinta a la del seminario o grupo en el que se fraguó el manuscrito que se quiere publicar.
Por último, no falta el nostálgico que asegura que la práctica de los dictámenes hubiera impedido que algunos grandes historiadores del pasado publicaran ensayos, un género que muchos echamos de menos. Se piensa que los criterios de evaluación que exigen los sistemas de estímulos limitan la libertad de los académicos para hacer y publicar ensayos que no tienen las características que convencionalmente damos a los trabajos académicos.
Es verdad que ensayos de “grandes historiadores del pasado” nunca se hubieran publicado de haberse seguido los criterios de evaluación actuales, pero al leer algunos de ellos pienso que, en efecto, desperdiciaron tinta y papel. En otra ocasión me referiré a este tema, con casos concretos. De momento, sólo haré notar que aunque la exigencia de los programas de estímulos es publicar trabajos dictaminados, nada impide que podamos hacer otras cosas. Algunos destacados historiadores escriben, además de sus obras académicas, novelas, ensayos y otras cosas, que jamás presentan en los informes universitarios o del Sistema Nacional de Investigadores. Otros historiadores más publicamos blogs que no son evaluados ni esperamos que lo sean. Y ningún requisito del Conacyt nos impide hacerlo.
La semana siguiente publicaré sobre mi experiencia con los dictámenes que he recibido y, tal vez, de mi experiencia con los que he hecho.
¿Cual es la referencia del texto donde se critica la práctica de los dictámenes?
Desafortunadamente el ejercicio de la crítica en nuestro medio académico suele tener dos extremos, por un lado aquellos que todo lo ven bien y pasan todos los errores e insuficiencias de un texto y, por otro, aquéllos que “le piden peras al olmo”. Amparados en el anonimato, los dictaminadores pueden decir cualquier cosa sobre un texto, y toda opinión suele ser parcial y subjetiva, hay críticas desmesuradas y críticas complacientes. Habría que decir que en un artículo, con una extensión limitada de cuartillas, no se pueden agotar todos los temas que se relacionan con el objetivo central del texto, tampoco se puede incluir toda la bibliografía y la documentación que en un libro sobre el tema se podría contener, basta con dejar indicados los principales autores y la información necesaria para que el tema se pueda explicar de manera amplia y suficiente. Sin embargo, para algunos dictaminadores siempre es insuficiente la bibliografía, hay puntos de vista no incluidos y temas dejados de lado. En este punto habría que considerar lo que Miguel de Cervantes Saavedra dijo en el prólogo de El Quijote:
“En lo de citar en los márgenes de los libros y autores de donde sacareis las sentencias y dichos que pusiereis en vuestra historia, no hay más sino hacer de manera que venga a pelo algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscarlos […] Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los contenga todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se ve la mentira, por la poca necesidad que vos tenías de aprovecharos de ellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple que crea que todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquél largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no lo seguistes, no yéndole nada en ello”.