Hace tiempo, un lector de este blog me acusó de desconocer que Joel Roberts Poinsett estuvo involucrado en la caída del imperio en 1823, algo que mencioné de paso en un post sobre el fusilamiento de Iturbide. Tiempo atrás, en un capítulo de Arma la historia, escribí que en 1794 un predicador fue perseguido por haberse atrevido a señalar que la virgen de Guadalupe no está estampada en el ayate de Juan Diego sino que es pintura —códice, decía él— precolombina. Uno de los dictaminadores amablemente me hizo ver que si Servando Teresa de Mier había afirmado tal cosa, se debía a que quería quitar legitimidad a la conquista española. Se suponía que España fundaba su derecho al dominio de América en la propagación del evangelio, de modo que si los naturales de estas tierras conocían ya el cristianismo, el argumento español quedaba invalidado. El anónimo evaluador me recomendó leer a David Brading y a Edmundo O’Gorman, que explican muy bien la actitud de Mier, que ellos consideraron propia del patriotismo criollo.
El problema en ambos casos es que las investigaciones recientes contradicen tanto la hipótesis de que Poinsett contribuyó a la caída de Iturbide como la de que el padre Mier fue acusado de quitar los títulos de dominio español sobre el Nuevo Mundo.
No abundaré en el primer caso, sólo remito a mi libro Para la libertad. Los republicanos en tiempos del imperio 1821-1823. La investigación que hice para esa obra mostró que no fue el agente estadounidense el que conspiró contra el emperador sino el de Colombia, Miguel Santa María.
Acerca de Mier y su sermón, Francisco Iván Escamilla publicó un magnífico estudio titulado José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico de México ante el Estado borbónico, una biografía de quien se encargó de elaborar el dictamen contra Mier por el famoso sermón. En la exhaustiva investigación de Escamilla, no encontró una sola referencia (ni oficial, ni informal) al patriotismo criollo del predicador. Es más, en las propias Memorias, Mier afirmó que su objetivo era dar mayor gloria a España al encontrar un segundo fundamento apostólico: la evangelización del Nuevo Mundo por Santo Tomás (el primer fundamento apostólico era Santiago). Mier consideraba que a lo largo de los siglos, el cristianismo precolombino se había perdido, de modo que era necesaria una nueva evangelización, tarea que llevaron a cabo los españoles desde finales del siglo XV. Más recientemente, Gabriel Torres Puga, en su Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios e un silencio imposible. 1767-1794, mostró que el gran error de Mier fue haber pronunciado su sermón en medio de una situación crítica en Nueva España.
Está muy bien que el evaluador de mi capítulo conozca las obras de O’Gorman y de Brading, pero ignoraba las más recientes de Escamilla y de Torres Puga (aunque éste no lo podía conocer, pues se publicó poco después de Arma la historia), cuyos trabajos no son tan conocidos ni tan influyentes, aunque me temo que sí mejor documentados y con explicaciones más satisfactorias que las que daban los viejos maestros.
Por supuesto, al contradecir las hipótesis más aceptadas o autorizadas se corre el riesgo de que los lectores consideren que el autor está equivocado, olvidó decir algo muy importante o, de plano, es un tonto. Esto sucede con trabajos académicos y mucho más con los de divulgación, en los que no se suele hacer discusiones ni confrontaciones historiográficas. ¿Qué hacer en estos casos? En los medios electrónicos, como algunos ebooks y en las páginas web se pueden poner hipervínculos que den cuenta de las discusiones historiográficas, de las referencias bibliográficas y pruebas documentales pertinentes, para que los lectores interesados los conozcan; pero no se me ocurre nada respecto a trabajos de divulgación impresos. Hace tiempo, el historiador español Jordi Canal señalaba que, a fin de cuentas, los lectores debían confiar cuando el autor había mostrado capacidad de investigación en trabajos previos. No es mucho y no estaría mal, si no fuera porque, a fin de cuentas, no es más que confiar en el prestigio de autoridades que, como he dicho, en ocasiones han sido corregidos por historiadores de otras generaciones.