Esta es la expresión que Javier Fernández Sebastián, el más importante historiador de los conceptos políticos en Hispanoamérica, emplea para referirse a las definiciones que los diputados, legisladores y vocales de asambleas impusieron a comienzos del siglo XIX tanto en España como en América Latina. La soberanía que dichos congresos decían representar los autorizaba a legislar el diccionario. En los artículos de las primeras constituciones en español, se definía qué se debía entender por “libertad de prensa”, por “ciudadano”, por “derechos”. No solo las asambleas hacían esto. En febrero de 1821, Agustín de Iturbide elaboró un plan de independencia que empezaba con una definición, al dirigirse a los “americanos” señaló que éstos no eran únicamente los nacidos en América, como el sentido común indicaría, sino los “europeos, africanos y asiáticos que en ella residen”. Poco después, la Junta Provisional Gubernativa se refería a la Nueva España con el nombre de “nación mexicana”, entidad que según el congreso federal de 1824, se hallaba compuesta “de las provincias comprendidas en el territorio del virreinato llamado antes Nueva España, en el que se decía capitanía general de Yucatán, y en el de las comandancias generales de provincias internas de Oriente y Occidente”. Esto resultaba novedoso, pues todavía un par de décadas antes, el sintagma “nación mexicana” significaba el conjunto humano cuya lengua materna era el náhuatl o idioma mexicano.
Estos congresos no eran tan originales. Años antes, la constitución de 1812 señalaba que “la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, definición simple, pero que se complicaba con la de “españoles”, palabra que incluía a “todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas”, algo que incluiría a vascos, gallegos, castellanos, quechuas, mayas y muchos grupos más, grupos que hasta entonces eran considerados como “naciones” diferentes.
Muchas de esas definiciones impuestas fueron exitosas. Otras, no tanto. Algunas eran racionales, otras, no. En 1993, el Congreso federal señaló que “la Ciudad de México es el Distrito Federal”, sin importar confundir una jurisdicción territorial con un fenómeno urbano. Como bien señalaron Javier Hurtado y Alberto Arellano, la pretendida igualdad sancionada por los legisladores era incongruente. Bien podía afirmarse que la Ciudad de México es el Distrito Federal, pero no se podía decir lo contrario, que el Distrito Federal fuera solo la ciudad de México, con lo que “existiría un enorme territorio, que sería tierra de nadie”. Pues bien, en 2016, nuestros congresos han hecho uso de su soberanía lingüística al definir a la “Ciudad de México” como el territorio sede de los poderes federales sin importar que por el rumbo de Río San Joaquín se constate que la metrópoli se adentra hacia el estado de México y que la comunidad de San Miguel Topilejo no es parte de la mancha urbana.
Al escribir las últimas palabras del párrafo anterior, no puedo evitar pensar que el llamar a las zonas rurales del anterior Distrito Federal como “Ciudad” es presagio ominoso del futuro que les aguarda, con ejes viales, segundos pisos, cemento por doquier y centros comerciales cada pocos metros, como los que han proliferado en la urbe bajo los gobiernos perredistas.