La constitución de la ciudad de México ¿Dónde quedó la voluntad popular?

Este 5 de junio, en la entidad que antes se llamaba Distrito Federal y ahora CDMX habrá elecciones para un «constituyente». Hace tiempo publiqué en el blog de Nexos esta pequeña columna sobre ese proceso. Lo reproduzco aquí.

Cien cuervos estrafalarios
es la Junta Instituyente.
Tan ruin y villana gente,
cierto es que legislará
al gusto del gran sultán.
Un magnífico sermón,
será la constitución
que estos brutos formarán.

Servando Teresa de Mier

El 7 de diciembre de 2015, la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados aprobó en lo general el dictamen de la reforma política del Distrito Federal. Entre otras lindezas –como legislar el diccionario, al determinar que incluso las zonas rurales del DF serán llamadas “Ciudad”–, se convocó una asamblea constituyente electa en su 60 por ciento por los ciudadanos, y el resto por los poderes legislativo y ejecutivo de la Unión y por el propio ejecutivo local. Dos días después, el pleno votó a favor del dictamen. En abril de este año, ya se había presentado esta propuesta, que ocasionó una polémica que, de momento, la mandó a la congeladora. Ahora, con una rapidez que ya quisiéramos para otras leyes, fue aprobada por el pleno. Con esta medida, los diputados nos regresan a una discusión del siglo XIX. A lo largo de aquella centuria hubo numerosas polémicas acerca de cómo establecer un gobierno representativo que no fuera discutible. No faltó quien considerara que, para evitar la injerencia de los partidos, se debía evitar las elecciones populares. Otros creían –como sin duda creen los diputados que aprobaron el dictamen de reforma política– que los poderes constituidos eran un buen medio de representación. Algo así suponía Agustín de Iturbide cuando afirmaba que él era auténtico representante de la nación, por la “elección tácita de los pueblos”. Tal vez por ello, no dudó el disolver al Congreso Constituyente en octubre de 1822 y designar él mismo una Junta Nacional Instituyente. Suena lógico, el titular del poder ejecutivo es tan representante como los diputados electos, así que puede designar a los constituyentes. Al final, sería una especie de elección indirecta, como la que funcionó en México por muchos años, como una manera de filtrar y moderar la voluntad popular.

Ahora bien, estas discusiones subsistieron durante mucho tiempo, al menos hasta el triunfo del proyecto liberal, en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta entonces, emperadores, caudillos, juntas de notables y otra clase de cuerpos, disputaban a los congresos electos por los ciudadanos la representación nacional. El triunfo de la elección directa para designar legisladores se debió, en buena medida, al de las armas, tras las cruentas guerras civiles de Reforma y contra el imperio de Maximiliano (guerra civil, además de liberación); pero también a que la formación de asambleas constituyentes y legislativas por otros medios que no fueran la elección libre de los ciudadanos, despojaba a estas del principio teórico fundamental de la constitución de una nación: que es ella misma, la que a través de sus representantes electos, la que se constituye. Contra lo que suele creerse, una constitución no es solo la ley suprema, el marco referencial a partir del cual se elabora el resto de la legislación. Una constitución es tal, solo cuando ha sido elaborada por los representantes del pueblo que se constituye soberano. De otro modo, la ley superior no es constitutiva ni se llama así. Cuando un monarca dictaba una ley suprema, se llamaba carta otorgada, no constitución. En nuestro país, tuvimos estatutos generales, bases orgánicas y otra clase de documentos que pretendieron ser cartas magnas pero que no fueron constituciones por el simple hecho de que no fueron elaboradas por asambleas electas popularmente.

Por supuesto, se trata solo de un principio que puede ignorarse en aras de la negociación política y de quienes efectivamente tienen el poder de convocar una asamblea constituyente (“si no le gustan mis principios, tengo otros”, parecemos escuchar). De eso se dieron cuenta también los pensadores políticos del siglo XIX. En 1820, Servando Teresa de Mier advertía que hasta entonces buena parte de las asambleas y congresos habían sido integrados por personas que no fueron electas en su mayoría por los ciudadanos, toda vez que las circunstancias lo habían impedido, y eso no obstó para que se promulgara la Constitución de 1812 o, entre nosotros, la de 1814. Por eso consideraba que, en condiciones de necesidad, se podía formar un constituyente con algunos o todos sus integrantes designados, sin ser electos por la ciudadanía, con la única condición de que fueran personas “de las más decentitas e inteligentes”. Luego se preguntaba si eso bastaría para formar un congreso, y respondía: “Sobra; y si los monos supiesen hablar, bastaría que el Congreso fuese de ellos y dijesen que representaban la nación. Entre los hombres no se necesitan sino farsas porque todo es una comedia”. Al parecer, la necesidad de tener una Constitución ha hecho que incluso los diputados del Partido de la Revolución Democrática acepten la componenda. Mier tenía razón.

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