El título Pater Patriae se otorgaba, desde tiempos de la república romana, a algunos senadores, en especial a quienes se habían destacado en el servicio de la comunidad. De ninguna manera se refería a los fundadores de Roma. Al finalizar el siglo XVIII, en Estados Unidos, se llamó founding fathers a quienes redactaron la Constitución, aunque algunos documentos después extendieron esa expresión a otros dirigentes revolucionarios. En todo caso, eran los fundadores del nuevo orden. En Hispanoamérica, el término padre de la patria conservó el sentido romano. El virrey Luis de Velasco fue proclamado, según apunta Diego Muñoz Camargo, padre de la patria, en reconocimiento a sus actividades benéficas. En la segunda década del siglo XIX, la década de las revoluciones de independencia, los patriotas e insurgentes llamaron con ese título a los principales promotores de la independencia, como Hidalgo, Bolívar, San Martín. No se trataba de señalar que ellos eran los fundadores de los nuevos países, entre otras cosas porque al menos en el caso del cura de Dolores, no quedaba claro qué país sería el vástago. Al avanzar el siglo XIX, y tal vez teniendo como referencia el caso estadounidense, los latinoamericanos emplearon el término “padre de la patria” cada vez más con el sentido de “padres fundadores”. No habría duda de que estos serían los principales héroes de las independencias, aunque en no pocos casos hubo controversias acerca de quiénes eran estos. Para el caso mexicano, durante mucho tiempo se aceptó que entre los fundadores se hallarían Hidalgo, Morelos e Iturbide (incluso Santa Anna durante algunos años, en especial cuando él mismo gobernaba), aunque después Guerrero desplazaría a don Agustín, por haber cometido el pecado (para los republicanos) de coronarse.
Sin embargo, también desde muy pronto empezó a atribuirse la paternidad de la patria a Hernán Cortés, pero con un sentido diferente. Ya en las Disertaciones sobre la historia de la república megicana (así, con g), Lucas Alamán señalaría al conquistador como fundador de la nación. Al parecer, el origen de esta atribución radica en una metáfora que se empleó sobre todo entre 1820 y 1821 para justificar la independencia, en especial una independencia que no implicara una revolución ni una ruptura drástica con la metrópoli. En diversos impresos publicados al amparo de la libertad de prensa se señaló que España había sido como una madre para la América Septentrional, y que esta no era por lo tanto más que el vástago que tras haber llegado a la edad adulta se hallaba en capacidad de emanciparse (término jurídico que, para el caso, actuaba también como metáfora). Desde ese punto de vista, Hernán Cortés sería no solo padre de la patria en el sentido romano del término sino padre fundador de esa persona moral que, luego de trescientos años de formación, se había emancipado.
Para mediados del siglo XIX, había por lo tanto dos posibilidades acerca del momento de origen y de la paternidad de la nación mexicana: 1810/1821 con Hidalgo/Itrubide, y 1521 con Cortés. Muy pronto, la prédica de Carlos María de Bustamante introduciría un tercer momento, el pasado prehispánico (en especial el mexica) que, a ciencia cierta, no tenía momento de inicio ni fundador. Esa es la versión que vemos, por ejemplo, en el grueso volumen que Alfredo Chavero elaboró para el México a través de los siglos al comenzar la década de 1880.
Por supuesto, la nación en sentido jurídico (aquella que es constituida, valga la redundancia, por una Constitución) tiene un inicio, el momento en que una asamblea representante de la soberanía proclama el documento fundamental, y en todo caso sus padres (y madres, en las más recientes) serían los constituyentes. En el otro sentido del término nación, el del conjunto de personas que comparten rasgos históricos, culturales y en ocasiones étnicos y religiosos, y que se asumen con una identidad, no hay ni padres ni fechas de nacimiento. Y no los hay por una simple razón: las naciones en este sentido, en el de comunidades imaginadas, para emplear las palabras de Benedict Anderson, son invenciones, artificios. En la segunda mitad del siglo XIX los nacionalistas se inventaron pasados inmemoriales para sus naciones (de ahí el triunfo del neoaztequismo de Bustamante en la segunda mitad del siglo XIX mexicano), algunos menos entusiastas, como don Lucas Alamán, preferían un pasado histórico más preciso, como la fundación de Nueva España. En ambos casos, me parece, se trata de un origen fabuloso, pues se trata de la fundación de una entidad inventada y construida con el paso del tiempo. La nación mexicana, la inventada, no nació ni con Cortés ni con Hidalgo ni con Tenoch, aunque se alimenta con los procesos que esos individuos (los reales y los míticos) protagonizaron. En la imaginación actual de la patria mexicana cuentan también los murales fantásticos de la posrevolución, las escenas del cine de mediados del siglo XX y la invención tardía de tradiciones que luego nos dijeron que eran inmemoriales, como el día de muertos. La búsqueda de padres o madres de la patria solo fue en su momento una metáfora para justificar la independencia
de México (entiéndase, la secesión de una parte de la nación española) y después una manifestación de una posición ideológica, la de los mexicanos como hijos de los mexicas, de la conquista o de Hidalgo. Hay para todos los gustos. En todo caso, para los historiadores, pocas cosas resultan más inútiles que hacer las pruebas de ADN a la patria para fijar una paternidad. En cambio, el estudio de cómo esos discursos se fueron construyendo e inventando resulta fascinante y especialmente útil si queremos entender algunas de nuestras características históricas.