Migrantes

Hace unos días, el caso del barco Aquarius alcanzó enorme fama por la negativa del gobierno italiano para acoger a los centenares de migrantes que transportaba. Matteo Salvini, ministro del interior e integrante del derechista partido de la Liga Norte, ha calificado la llegada de personas procedentes de países pobres y en conflicto como una amenaza para Italia. Ha acusado a las organizaciones que salvan la vida de los náufragos como «traficantes de carne humana». En Alemania, mientras tanto, el gobierno de Angela Merkel está a punto de resquebrajarse, por la alianza con el ultraconservador Horst Seehofer. En Estados Unidos, Donald Trump ha llamado a los migrantes «animales» y, como tales, ha habilitado jaulas y otros horrores que recuerdan a los campos de concentración del siglo XX. La xenofobia reaparece por todo el mundo, luego de que los esfuerzos por la integración tropezaron con la recesión ocasionada por el capitalismo financiero sin regulaciones.

No deja de resultar paradójico que países que durante siglos expulsaron migrantes, que huían de la pobreza o de la violencia, alberguen hoy partidos xenófobos muy exitosos, como sucede en los Balcanes. Desde su invención, los nacionalismos han recurrido a la diferenciación con los otros, a los que habitualmente se les ve como inferiores o perjudiciales.

Los italianos parecen olvidar de que en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, cerca de tres millones de sus compatriotas arribaron a Argentina y casi un millón y medio a Brasil. De ellos, algo así como el 40% procedía del Norte, esa región que hoy mira como un peligro a la gente que llega de África, pero también a los italianos del sur. Casi dos millones de italianos llegaron a Estados Unidos tan solo en las primeras dos décadas del siglo XX. La mayoría nunca aprendió a hablar inglés, como sucedió también con los polacos, rusos, alemanes y de otras nacionalidades que arribaron a ese país, pese a que algunos de sus descendientes exijan hoy que los recién llegados aprendan ese idioma.

Los xenófobos de hoy sostienen que, a diferencia de la migración de sus abuelos, la que vemos ahora se hace de manera ilegal. Tienen razón, pero eso se debe a que las leyes endurecidas contra la migración son recientes. En el siglo XIX y una parte del siglo XX las regulaciones no eran estrictas. Esto también se aplica para quienes transportaban a miles, millones de personas, de las regiones más pobres y conflictivas de Europa. Si se trataba de organizaciones legales –a diferencia de los grupos que hoy existen, dedicados al tráfico de personas– era en buena medida porque las leyes no las proscribían, como durante siglos no proscribieron el tráfico de esclavos. Esto no hacía que sus actividades dejaran de ser inmorales o que les reportaran enormes riquezas.

Nadie migra por gusto. Nadie lleva a su familia y a sus hijos pequeños a una travesía arriesgada si no es porque enfrentan riesgos en sus lugares de origen. La pobreza, la violencia, la represión son las que ocasionan los desplazamientos, a veces masivos, que estamos viendo en el siglo XXI pero que también se conocieron en centurias anteriores.

Hace una década, Juan José Campanella dirigió una serie de televisión titulada Vientos de agua. Contaba la historia de un migrante gallego que salió a Argentina para encontrar una mejor vida, y la de su nieto, un argentino que migró a España tras la crisis de 2001. La Europa rica de hoy pretende olvidar que durante siglos los pobres de sus países huyeron de las guerras y del hambre, pero algunas lecciones deberían aprenderse: más de un millón de jóvenes españoles ha migrado a otros países desde 2008 en busca de un futuro mejor.

Niccolò Machiavelli prevenía a los príncipes sobre la veleidosa fortuna. Los países que hoy reciben migrantes, los produjeron durante siglos; y probablemente lo vuelvan a hacer en el futuro.

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