Para Tomás
Murió Luis Fernando Granados. La noticia es muy triste, por lo repentino que ha sucedido todo, porque tenía cincuenta y dos años, porque lo mejor de su obra aún no llegaba, porque era un buen amigo.
Ofrezco disculpas por escribir en primera persona, pero quiero aprovechar esta nota para expresar la gratitud que siempre le tuve por su generosidad. Lo conocí cuando él era editor en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional. Varias personas me habían hablado de él, de su talento. Por eso no dejó de sorprenderme que me buscara un buen día, para invitarme a participar en un hermoso proyecto que tenía: el álbum conmemorativo de la guerra entre México y Estados Unidos. Era maravilloso. En una página web podíamos consultar bibliografía sobre ese tema, navegábamos a sitios relacionados y leíamos, entre otros, los trabajos de Humberto Musachio y Enrique Plasencia de la Parra. Nunca hubiera imaginado que yo podía colaborar en un proyecto como ese.
La Rata, como lo conocíamos, estaba muy entusiasmado por una tecnología que recién había descubierto: el formato de documento portátil o pdf. Le parecía extraordinario que se pudiera elaborar un documento para la web que se hallara “dispuesto para su impresión en cualquier parte del mundo, sin modificación de sus características tipográficas”, como apuntó en el colofón del primero –y único—de los “Panfletos de Historia en Red”. Poco después, me ayudó a editar mi tesis de maestría. Fue entonces cuando conocí a Tomás, su hermano, uno de los mejores editores de este país, que entonces impulsaba el suplemento bibliográfico Hoja por hoja.
Para entonces, ya había dejado de considerar a Luis Fernando como editor. En la Facultad de Filosofía y Letras, la Rata y Mario Vázquez Olivera ya eran vistos como dos de los estudiantes más brillantes de esa generación.
La tesis de licenciatura de Luis Fernando, dirigida por Miguel Soto y presentada en 1999, analizó el levantamiento popular de la ciudad de México cuando las tropas estadounidenses la ocuparon. Poco después apareció publicada con el título de Sueñan las piedras. Alzamiento ocurrido en la ciudad de México, 14, 15 y 16 de septiembre de 1847.
El libro es un relato cuidadoso, casi una crónica, de esos tres días, pero es mucho más. Para empezar, es una provocación, característica que acompañaría sus demás trabajos. Es también un cuestionamiento de lo que creíamos saber sobre la ocupación estadounidense. En realidad, el libro está lleno de cuestionamientos, de preguntas, empezando por aquella que tanto me cimbró “¿Existen los hechos?”.
El autor confrontó las versiones de los testigos, siguió paso a paso a las tropas invasoras, a la plebe y a las piedras. Presentó los barrios de aquella ciudad que se llamaba igual que la ciudad en la que él mismo habitaba, pero que no era la misma. Cuando la trama ya se había complicado tanto, se detuvo para hacer un poco de sociología que mostrara la geografía de la pobreza, el descontento. La olla de presión estalló cuando las tropas mexicanas abandonaron la capital, pero aún no entraban las del ejército de Winfield Scott. La represión fue brutal.
Al comenzar este siglo, colaboramos en un seminario que dirigían Felipe Castro y Marcela Terrazas en el Instituto de Investigaciones Históricas. Quienes participamos allí éramos, mayoritariamente, estudiantes de posgrado becados por el Instituto. La Rata era unos pocos años mayor y me daba la impresión de que había leído de todo. Seguía investigando la vida de los agitadores de los barrios de la ciudad de México de la primera mitad del siglo XIX, de aquellos intermediarios políticos que mantenían cierto control y obtenían algunos beneficios para la gente más pobre.
Poco después, Luis Fernando se fue a estudiar el doctorado en Historia en la Universidad de Georgetown. Perdí el contacto con él, pero supe que había llevado consigo un ejemplar de mi primer libro y que lo había recomendado ampliamente entre sus profesores. De nuevo, con toda la admiración que yo tenía por su trabajo, me sorprendió que creyera que mi obra fuera importante.
Lo vi en Georgetown en 2008, el mismo año en el que obtuvo el doctorado con una impresionante tesis, dirigida por John Tutino, que aún permanece inédita: Cosmopolitan Indians and Mesoamerican Barrios in Bourbon Mexico City. Tribute, Community, Family and Work in 1800. Había seguido estudiando a la gente pobre de los barrios, a esas comunidades indígenas que no solían formar parte de los estudios historiográficos por una simple razón, eran comunidades urbanas que trabajaban en los talleres artesanales, en los obrajes; tenían nombres en español y hablaban ese idioma; y, sin embargo, eran mujeres y hombres indígenas, que pagaban tributo.
Su segunda obra fue En el espejo haitiano: los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina. Allí ensayó una interpretación de la independencia mexicana a partir de la experiencia haitiana, que recibió tanto elogios como críticas. Como algunos de los textos que integran ese libro se habían publicado antes, era disparejo. No obstante, ofrece un análisis sobre la población indígena que se unió a la rebelión de Miguel Hidalgo en 1810, en especial de aquella que –otra vez— no suele ser la analizada por la historiografía: aquella que no se hallaba adscrita a un pueblo de indios.
Los indios “laboríos” trabajaban como jornaleros, se hallaban a la merced de las fluctuaciones del mercado, eran un verdadero proletariado rural que, sin embargo, pagaba tributos, como hacían quienes tenían tierras de comunidad y se hallaban protegidos por el gobierno de la república de indios. Fueron los laboríos, argüía, quienes se lanzaron en contra de la alhóndiga en Guanajuato, quienes engrosaron las fuerzas insurgentes.
Profesor de la Universidad Veracruzana, historiador de los grupos indígenas que no encajan en la visión tradicional de los grupos indígenas, editor, dueño de una prosa más barroca que lo recomendable, Luis Fernando Granados pugnó por una academia crítica, alejada de los perniciosos sistemas que otorgan puntos por el trabajo visto como una serie de productos, sin importar que estos sean fruto de plagios y la deshonestidad, como bien señaló en alguna ocasión.
Lo echaremos de menos.