Las metáforas en la historia

Usamos metáforas como respiramos. Esta frase es, por supuesto, una metáfora, que nos permite entender dos cosas: usamos las metáforas mucho y ni cuenta nos damos de eso.

La metáfora es un tipo de tropo, es decir, el empleo de una palabra o de un sintagma en un sentido diferente al que tiene. En el siglo XVI, cuando los conquistadores españoles quisieron explicar la realidad de Mesoamérica emplearon montones de tropos y metáforas. El mercado de Tlatelolco era como el de Sevilla. Había animales (los ocelotes) a los que llamaron tigres; dirigentes de comunidades a los que nombraron reyes o emperadores. Los conquistadores no tenían elementos para explicar las características de un tlatoani ni otra forma que las metáforas para que en Europa se intentara comprender qué clase de personaje era.

Susan Sontag escribió dos maravillosos ensayos sobre las metáforas alrededor de las enfermedades. Las usamos mucho. Casi nadie dice que un cáncer “remitió” sino que fue “derrotado”. Las metáforas bélicas abundan en la medicina. Las enfermedades “invaden” los cuerpos; los medicamentos, las “combaten”.

El problema con esas metáforas es que —como con la respiración—no nos damos cuenta de que las usamos. Creemos que son literales y, por lo tanto, actuamos en consecuencia. También es una metáfora bélica “declarar la guerra” a las drogas ilegales, pero si se define como una “guerra”, se deja en manos del ejército, aunque sea una corporación que no está capacitada para labores policiacas.

En la escritura de la historia, las metáforas son un berenjenal: entre tantas plantas, te enredas y sales de allí con raspones.

Describir a los gobiernos priistas del siglo XX mexicano como la “dictadura perfecta” permitía, quizá, hacer que mucha gente se explicara la existencia de un régimen autoritario en el que periódicamente había elecciones, en las que casi siempre ganaba el mismo partido político al mismo tiempo que había traspasos relativamente pacíficos del poder. El problema es que esos gobiernos autoritarios no fueron una dictadura ni mucho menos fue “perfecta”, como han mostrado los numerosos estudios académicos de los años recientes.

En estos días, leo que un controvertido historiador ha señalado que Hernán Cortés es el padre de la nación mexicana. Es una metáfora que permite explicar que el México actual existe, entre otras cosas, porque al comenzar el siglo XVI un grupo de aventureros impuso de una forma violenta el dominio europeo sobre los territorios americanos.

El problema es que Cortés no fue padre de la nación mexicana: ni lo pretendía ni podía siquiera pensarlo. Su proyecto era bastante más inmediato y, por fortuna, no tuvo éxito: establecer un sistema de explotación como el que conocía en la isla de Cuba, que acabó con la población originaria, sustituida por personas esclavizadas de África. En Nueva España, los monarcas españoles impidieron que ese proyecto prosperara, mediante el envío de funcionarios que controlaron la mano de obra indígena para perpetuar su explotación sin aniquilarla.

Afirmar que Cortés es padre de la nación es tremendo error, pero lo mismo sería decir que lo fue Miguel Hidalgo o cualquier tlatoani anterior a la conquista, porque las naciones no tienen padre. Las naciones son construcciones históricas constantes, sin un objetivo predeterminado desde un principio, sujetas a acontecimientos contingentes y accidentales. Es decir, son procesos históricos. Como decía Erika Pani, las naciones no cumplen años, por más que celebremos los acontecimientos considerados fundacionales.

Decir que una nación “nace” es una metáfora, que luego obliga a atribuirle un padre o una madre. En 1821 se afirmaba, por ejemplo, que México era el vástago de España que cumplió la mayoría de edad y, por lo tanto, podía “emanciparse”, término legal que hace referencia al momento en el que las personas dejan de estar bajo la tutela de sus padres y que, aplicada al caso del país que declaró su independencia era una metáfora que pretendía justificar la secesión de un enorme territorio de la monarquía española.

Me parece que, más que andar enredándonos con las consecuencias de las metáforas, deberíamos simplemente contar y explicar los procesos. Esto no quiere decir que dejemos de usar tropos en la escritura de la historia, entre otras cosas, porque imposible. Lo que sí debemos hacer es tener conciencia de que los estamos usando, de sus límites, y, sobre todo, evitar creer que la realidad histórica debe ajustarse a ellos.

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