Hoy hay reuniones familiares, hacemos balance de lo hecho en los últimos doce meses y planes para los siguientes. Pese a las adversidades, hay confianza en que se pueden hacer cosas buenas para nosotros y quienes nos rodean. Esto se debe en buena medida a que iniciamos un ciclo, eso nos da certeza. Como decía un grupo de rock español, allá por la década de 1980, “nunca se puede saber lo que va a ocurrir mañana, salvo que al fin de semana sigue un lunes otra vez”. La semana, los meses, los años son esas convenciones que nos hemos inventado para darnos alguna certeza, creer que hay nuevos inicios, que podemos hacer las cosas mejor.
Recuerdo que cuando en México se empezó a aplicar el horario de verano, mi abuela criticó al gobierno que se atrevía a cambiar las horas. Para ella, como para mucha gente, los sistemas de medición del tiempo son el tiempo mismo, son “naturales”, de ahí la ofensa ante la que parecía (y a muchos sigue pareciendo) una intromisión estatal en el curso del reloj.
Por supuesto, los años, sus inicios y sus finales, son también convencionales. Como todo historiador sabe, son muchos los sistemas calendáricos que se han ensayado y todos requieren “ajustes”, pues con el paso de los ciclos termina habiendo una diferencia entre el año convencional y la posición de la tierra en relación con el sol, como ha sucedido con el calendario latino en varias ocasiones. Julio César instituyó el bisiesto (un día adicional cada cuatro años) para prevenir la variación con el que ahora llamamos año astronómico. Bajo el pontificado de Gregorio XIII se introdujo un nuevo cambio: cada cien años desaparecería un bisiesto. Así, en 1582 ocurrió algo que de seguro le hubiera ocasionado un soponcio a mi añorada abuela: del 4 de octubre se pasó al 15, para corregir el desfase acumulado en los últimos siglos. Por supuesto, no en todas partes sucedió al mismo tiempo: los británicos mantuvieron el calendario juliano hasta 1752. Hoy sabemos que incluso el año gregoriano no es del todo “exacto” en mantener la relación con el año astronómico, que tiene 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos, más o menos, y todavía hay que considerar que —según dicen los físicos— las velocidades de rotación y de traslación de la tierra disminuyen constantemente, de modo que al final ningún ajuste servirá. Hasta el presuntuoso año astronómico es “inexacto” (en realidad debí escribir que también es convencional).
Ni los calendarios chinos, ni los mesoamericanos o los revolucionarios se salvan de los “desajustes”. Si pudiera elegir, me quedaría con el año revolucionario francés, tan decimal y lleno de vendimias, nieve, semillas y cosechas. Además, calendario y revolución van de la mano desde Copérnico, pero también porque las revoluciones humanas suponen un nuevo inicio. Hasta en nuestro tradicionalista México, al comenzar el siglo XIX se databan las fechas con un “Tal año de nuestra independencia, tal otro de nuestra libertad y este más de la federación” (la libertad hacía referencia al establecimiento de la república).
Los calendarios, como todas las convenciones, nos ayudan a regular una realidad que de suyo no tiene orden alguno, nos ayudan a tener certezas, a explicar las cosas y a poder actuar sobre el mundo. Como sucede con los calendarios, cada cierto tiempo debemos corregir nuestras convenciones para ajustarlas a eso que llamamos realidad. Los historiadores y científicos sociales actuamos de la misma manera. Proponemos hipótesis que pretenden explicar lo que pasa en las sociedades humanas. De vez en cuando debemos cambiarlas, porque la evidencia termina mostrando la insuficiencia de las que habíamos elaborado. Nunca falta un neutrino que parezca superar la velocidad de la luz. Cuando las certezas caen debemos inventar nuevas. De ahí el absurdo de quienes quieren encontrar en los guarismos de medición del tiempo pronósticos y señales, de quienes pregonaron que el 11 de noviembre de 2011 sucedería alguna catástrofe o maravilla sólo porque bajo cierta convención esa fecha se puede escribir 11.11.11. Recuerdo que hace años escuché en un programa de radio a un matemático muy serio que afirmaba que un capicúa como el 20 de febrero de 2002 (20022002) sólo se vio antes el 10 de enero de 1001 (10011001). Claro, se le escapó que los pocos seres humanos que entonces medían el tiempo con el calendario juliano nunca hubieran pensado en un capicúa, entre otras cosas porque no se acostumbraba reducir los meses a números y porque en todo caso hubiera sido algo así como I I MI. En el 2012 no sobrevendrá nada por ser 2012, salvo los días, semanas y meses que usaremos para datar nuestras actividades, ésas que estamos planeando desde ahora y, en especial, todas las que nunca previmos.